EL MISTERIO DE LAS ERMITAS DEL MIRAL EN CARTAGENA



Estos días cerca del parque regional de las playas de Calblanque, son cientos los bañistas y veraneantes que pasan junto al durmiente monasterio de San Ginés de la Jara, al lado del Mar Menor. Van de prisa a bañarse en las cristalinas playas del Mar Mayor, disfrutando del aire limpio y del frescor de la zona antes de llegar a la Manga, populosa y arruinada de turismo barato y feo. No tantos se fijan en la curiosa silueta de un monte o cabezo, como aquí  dicen, que está justo en frente de un  precioso monasterio abandonado,  de bizantina cúpula y sepultado huerto franciscano, desamortizado y hoy vendido a una Inmobiliaria que dice estar protegiéndolo, aunque cada verano lo vemos caerse todo, pedazo a pedazo.


En el Cabezo de San Ginés, también llamado Cabezo del Miral, hay unas ermitas que rompen la estructura suave del monte, y llaman también la atención por su forma morisca, con cúpulas redondeadas y formas humildes, pero que huelen a antigüedad. EStán construidas con hileras de ladrillo fino como templario, y sillares de mampostería de recio siglo XIII al menos.  Si uno sube esa montaña se topa con un hallazgo maravilloso, que luego puede documentar y bucear en la red a sus anchas, porque hay mucha información arqueológica y de eruditos, aunque el lugar esté completamente abandonado y en ruinas.

Se trata de un eremitorio, un conjunto de ermitas, cuya antigüedad se nos dispara, vistos los estudios, hasta comienzos de la era cristiana, si son ciertas las muchas profundizaciones que hacen expertos como el profesor Pocklington, F. Henares y otros muchos investigadores de la zona. Parece que los relatos de la vida de este San Ginés de Cartagena, llegado a esta costa en el 800 d. C., se superponen en la memoria espiritual a cultos previos islámicos e incluso protocristianos que habrían tenido lugar en esta montaña, la montaña del mirar, como dicen en la vida de San Ginés del XV, algunos testimonios recogidos de origen previo a la Reconquista.

 Y efectivamente, paseando por la zona, llama la atención ese aire casi bizantino, o paleocristiano, en algunas de las maneras de la construcción y en las cuevas o grutas que se insinúan bajo algunas de las ermitas, que están en completo abandono a pesar de que hace diez años fueron declaradas Bien de Interés Cultural en este inculto país nuestro. Para que algo sea de Interés Cultural, y se proteja, primero hay que tener cultura. Y de eso falta, se carece, a espuertas, en nuestros queridos gobiernos regionales y centrales. Los gobiernos y direcciones generales difícilmente saben lo que es el interés cultural, y menos aún protegen eficazmente algo así denominado. Por lo tanto, las bellísimas ermitas de San Ginés, donde cuenta la leyenda, y los relatos de los investigadores, que vivió un ermitaño ascético, dedicado al más allá que surge de esta tierra de sombras y trasparencias aromáticas, se caen a pedazos, a pesar de que se han hecho hace nada visitas de consejeros, prospecciones de equipos de I+D y demás parafernalia inútil, inculta e incapaz de salvar este enigmático entorno del terrible paso de los milenios.



Es lo que está pasando con San Ginés de la Jara -por cierto, explica muy bien Pocklington la denominación tan curiosa de este santo con una flor de jara morada que no existe en esta zona, como una desviación de la raíz islámica para bosque-.  El monasterio, antes huerto franciscano, y aún mucho antes, ni más ni menos que en el siglo II de nuestra era, fue fundación monacal que siempre se caracterizó por el cuidado de un jardín, árboles y sembrados, fuentes y preciosos paseos al borde de los dos mares, para descanso y gozo de quien viniera por aquí. Hay crónicas del XVI que describen las ermitas y el monasterio, con todo lujo de detalles.

 De siempre este sitio ha tenido un enorme valor tanto como lugar de peregrinaje -se compara a este San Ginés con Santiago el apóstol, y un aire se dan en los retratos de la misma época-  y como lugar de reliquias de santos milagreros, o de una mártir cristiana incluso, a la que veneraban en la época islámica. El eremitorio pudo ser una rábida árabe, y tiene toda la pinta de ello. El hecho de que al lugar se le venerara en épocas de diversa dominación religiosa da idea de la importancia suprahistórica del sitio del que hablamos.

Y así es. El Cabezo del Mirar tiene una vista increíble sobre el campo de Crtagena y del Mar Menor, y la Manga. El aire fresco de su cumbre hace sentir el Mediterráneo cerca, y los bosques autóctonos del Monte de las Cenizas se ven desde allí. Hay un aire sereno, y al mismo tiempo, austero, sobre el cielo desértico de Cartagena, y la tierra grisácea, rica en minerales, rezuma calor al mismo tiempo, que obliga a elevar la mirada hacia lo alto. Es el lugar idóneo para meditar y para elevarse a otras dimensiones de la existencia, a la consciencia del presente único, a la voz tonante de la divinidad.



Y eso es lo que hicieron los monjes eremitas del Mirar, o del Miral, que por aquí anduvieron desde hace milenios,  meditar y respirar, orar y venerar una naturaleza a la vez frondosa y agreste, dura y dulcísima, que eleva el espíritu y te lleva a rezar más allá de lo terrenal. Las ermitas siguen llamando a quienes sienten ese impulso de San Ginés, a apartarse del mundo. Los eremitas antiguos rivalizaban con los monjes del convento, pues en ciertas épocas fueron muy diferentes. En otras seguramente los mismos humildes monjes se retiraban aquí, a encontrarse a sí mismos.



Es una desgracia que las instituciones no recojan, protejan y alleguen bienes como las Ermitas del Miral a las siguientes generaciones. No con declaraciones, proyectos y promesas, sino con hechos.  Nosotros haremos lo que podamos por que su memoria continúe.

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