SIMBOLOS, MECÁNICAS E HIDRÁULICAS DE LA VIDA


Estudiando la estructura entre los símbolos, hace algunos años, nos dimos cuenta de que en sus formas básicas, teñidas de analogía y de parentesco entre ellas, se dibujaba, como René Guénon supo ver, toda una descripción física de principios fundamentales de la existencia. Guénon estudió el simbolismo de las grecas, cruces y polos, como ejemplos de cruces de ejes y fuerzas que ilustran a la vez la constitución de la vida, su entretejerse con la muerte, o los cambios de dimensiones que caracterizan el despertar que experimentamos constantemente en nuestra vida.

Simone Weil, por otra parte, analizó en profundidad lo que ella llamaba la mecánica espiritual de la existencia. Analizando el principio de palanca y el de polea, los utilizó para mostrar fenómenos de la vida más profunda que podemos sentir: la equivalencia entre el máximo dolor y el máximo poder, o la identidad y equilibrio que puede conseguirse haciendo soportar sobre lo más pequeño y humilde el inmenso valor de la belleza en este mundo.

Weil llegó más lejos que nadie en su exploración de la extraña mecánica espiritual de la existencia. Solamente algunos autores han llegado tan lejos como para mostrar las conexiones aparentemente contradictorias entre fuerzas opuestas que se compensan y comunican entre sí en las situaciones de injusticia y dolor extremos y la inmensa poesía y espíritu de la existencia. Sin caer en un pensamiento simplemente paradójico, su fina percepción captó que en términos espirituales hay leyes físicas y mecánicas que existen y son vitales para comprender el sentido de la existencia.

En una hidraúlica del mundo interior psicológico trabajó la principal teoría de comienzos del siglo en torno a nuestra mente, el psicoanálisis. Su idea de la comunicación intrapersonal, y de la capacidad que los fenómenos de compensación y balance podrían tener en la generación de nuestro comportamiento, sigue siendo muy valiosa. Jung continuó magistralmente el impulso de esas visiones en sus teorías sobre la canalización de la energía psíquica en las formas arquetípicas y en los símbolos. Vio éstos como espejos de las estructuras interiores de la mente humana. Y también, como atractores poderosos de los fenómenos espirituales que en torno a ellos se cristalizaban y constelaban.

Los símbolos expresan, efectivamente, mecánicas e hidráulicas del espíritu humano y de la estructura metafísica de la existencia. Los símbolos de contrarios, llamados enantiodrómos, son no solamente iconos semejantes a los fenómenos que quieren encapsular, de unión y armonía de principios enfrentados. Los símbolos de contrarios unidos actúan y ejercen las mecánicas activas de los contrarios rodando uno sobre otro, generando una unidad superior.

Cuando observamos simbolismos de cruces y de conjunciones de elementos disperos o inconciliables, lo que vemos es una unión activa que se ejecuta con la formulación simbólica. El aspecto perlocucionario, o performativo, de estos símbolos, es evidente: unen sin anular elementos que en su choque se destruyen y que son impensables unidos. Al hacerlo, los símbolos consiguen una visión unitiva o unaria, una conjunción que al mismo tiempo conserva la irreconciliable separación de los elementos de que consta. Y en esa conjunción misteriosa de contrarios, se genera la unidad superior, la ascensión a un nivel de realidad más elevado donde se entiende cómo es posible.

Cuando un símbolo como el yingoyang nos expresa en su propia evocación la unión de la actividad y la pasividad, de la vida y la muerte, de la inspiración y la expiración, en su rueda sistémica, nos ayuda a subir a una dimensión superior de la experiencia, donde estos principios tienen una armonía. Ese lugar donde los contrarios se unen no es el nivel donde actúan anulándose. Es el lugar superior donde ambos generan una especie de paz, de profunda trascendencia. La misma que se ve en esas estructuras geométricas de las grecas laberínticas cuyos principios contrarios, enredados en sí mismos, generan una rueda armoniosa que absorbe todas las direcciones en su interior. El juego con las formas simbólicas genera belleza, porque ésta es la imagen de una perfección superior, como Sto Tomas sabía: la forma es la forma óptima de la existencia, aquella en la que se alcanza la superación de todas las contradicciones.

Debemos ver los símbolos como mecánicas e hidraúlicas de la experiencia vital. Sus llaves nos ayudan a ver más allá de las contradicciones enraizadas en nuestra vida. Son ascensores mentales de muchísimo poder: en ellos trascendemos la lógica y la percepción y llegamos a ver lo que no podemos percibir ahora, a pensar lo impensable, y a desarrollar con ellos aquello que debemos buscar.

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