La Perfección Finita


A menudo, en cualquier rama o área de actividad, y en la vida más personal, solemos pensar que la perfección es infinita. El objetivo, el fin, el culmen de las cosas, nos parecen siempre inmensamente perfectos, infinitos, y con ello, se nos hacen inalcanzables, amargamente lejanos e imposibles, y por eso, sufrimos ansiedad o nos castigamos a nosotros mismos, pensando que nunca llegaremos a alcanzar la perfección en un campo, o en algún ideal que deseamos perseguir. Esa amargura, y la sensación de que lo perfecto es infinito, nos conducen de cabeza a pensar, con depresión, que todo cuanto hacemos no vale, que nuestro esfuerzo es inútil, y con ese sentimiento, se tiñe de oscura tristeza cualquier actividad o cualquier empeño, porque, pensamos, nada vale la pena y todos los esfuerzos van a parar a la misma impotencia final, que hace que se vuelva irrisorio todo intento noble y valeroso. 

A apuntalar esta idea de la perfección infinita, viente toda la opinión social en la que, también por influencias religiosas, llegamos a pensar que lo perfecto es inalcanzable y que de hecho por ser perfecto debe ser así. Toda la sedienta competición humana, la injusticia que a menudo la acompaña, y la futilidad de nuestras luchas en tantas situaciones, también apoyan la idea de que completar algo en su total perfección es algo fuera de nuestro alcance. Pero es una mentira inmensa.

Es totalmente falso que la perfección sea infinita. Lo perfecto, como etimológicamente nos indica su raiz, es aquello que está completo, acabado y terminado. Llamamos tiempos verbales perfectos aquellos en los que la acción se ha terminado, Y en la perfección que no es meramente un aspecto verbal tenemos exactamente lo mismo: lo perfecto es lo que tiene EXACTAMENTE el tamaño que se requería que tuviera. Ni más ni menos.

Perfeccionar, es por tanto, culminar en su justa medida algo que requería ser llevado a cabo. Es inmensamente falso que una obra no pueda ser perfecta: basta que se ajuste a lo que de ella pedimos, y que se cumpla en su cometido, en sus dimensiones, en su alcance. Si encaja con aquello que deseamos, que requerimos de ella, entonces tenemos la perfección absoluta. Y con ella, nuestra paz total y completa satisfacción.

De una muy mala comprensión de este hecho nace mucha de la angustia y de la inestabilidad e infelicidad humanas. Porque como decíamos, al no ver que lo perfecto tiene límites, no acertamos en ellos, y por eso, hacemos cosas imperfectas. Los griegos lo llamaban hybris: es la desmesura, la ausencia de medida y de exactitud, que hace que en nuestro objetivo mezclemos diferentes fines o desdibujemos la armonía por exceso de retoques.

La solución a los problemas inmensos de la humanidad está, en mucha medida, en el desconocer que la perfección tiene un tamaño: todas nuestras obras, todas las necesidades, tienen un punto en el que son perfectas y se satisfacen plenamente. Más allá de ese punto, si no notamos que se han completado como obras o como necesidades cumplidas, caemos en la hybris y nosotros mismos destrozamos nuestra obra.

Es vital ofrecer al ser humano la experiencia de la Perfección Definida y Finita. Cuando culminamos un trabajo, sentimos esa Perfección definida y podemos descansar en ella, de nuestra propia indefinición y ansiedad o ambición. Cuando perseguimos un ideal, y este se materializa, es vital reconocerlo y celebrarlo, y no perderse en el propio anhelo que descompone y deforma su propia búsqueda. Cuando hacemos algo perfecto, sea una obra, sea una tarea, sea un día, o un poema, debemos observar y sentir su finitud, su completa factura, y viendo su dimensión exacta, su tamaño, disfrutar profundamente. 

En la Edad Media se decía que las grandes obras tenían siempre claridad, integridad y armonía. La perfección es ni más ni menos que la reunión de estas tres grandes características de toda obra: ser completa, es decir, tener todas sus partes definidas, finitas, cumplidas; ser clara, porque en los límites definidos de lo que es perfecto hay también claridad de objeto y claridad en la mente de quien lo ha hecho o disfrutado en su tamaño idóneo; y ser armoniosa, porque la justa composición de las partes, que solo puede conseguirse cuando conocemos la proporción ideal que algo tiene que tener, y de esta manera, irradia concordancia y belleza. 

En grandísima medida, necesitamos como especie sentir  que la perfección que perseguimos es alcanzable porque tiene un tamaño, unos límites, y es real, se define. Cuando experimentamos la belleza sentimos esa finitud y con ello dejamos de lado las ideas amargas de frustración y el escepticismo. Conseguir que cada cosa tenga su perfecciones también repartir la belleza a todos los aspectos de la existencia, por pequeños que sean. Todo se puede hacer perfecto,  como saben tan bien los mecánicos y los artesanos, y por eso en esas profesiones se conserva el sentido de los límites y proporciones en las tareas correspondientes. 

Por encima de todo, saber que lo Perfecto es Finito supone encontrar en nuestras propias manos la felicidad absoluta, cuando podemos acceder a un completo desarrollo de algo o alguna obra. o cuando podemos poner límite a nuestras locas ambiciones y a nuestras trágicas frustraciones y desesperaciones. Observando cómo algo es sencillamente perfecto, como dice la sabia expresión.

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