EL MAL PROFESOR

Por la cercanía con estudiantes y con docentes de todos los niveles educativos en la que siempre me he encontrado, puedo hablar con mucho conocimiento de los profesores malos. Y veo que merecen un post, porque los niños y los jóvenes, los mayores y los ancianos, vienen todos quejándose amargamente del impacto y el profundo efecto que un mal profesor deja sobre ellos o sobre otros. Y así es. Los malos profesores, hablemos de ellos en un desgraciado plural, acaban con generaciones enteras de inteligencias, merman la vida cultural y científica de un país, mutilan y castran para siempre la flor de un futuro. Y siguen cometiendo sus crímenes, creciendo como las bacterias sobre la misma basura que generan.

Jesucristo debió liarse a latigazos con los malos profesores y no simplemente con los mercaderes en el templo. Porque no hay mayor crimen que sajar un interés por el conocimiento que surge espontáneo y milagroso en cualquier chico joven, sometiéndolo a severidad o a inconsistencia, al silencio o al aburrimiento. Todos tenemos en nuestra memoria decenas de malos profesores, que han perpetrado sus crímenes ante nuestros ojos inocentes.

Tenemos al profesor excesivamente severo y riguroso que convierte las clases en un terrorífico escenario con sus duras calificaciones o mata el entusiasmo con su cadavérico estilete conceptual. Este estilo desgraciadamente es muy frecuente. Conozco muchos casos de alumnos de instituto que tenían vocación por una materia y un profesor malo, convencido del rigor, ha asesinado para siempre. Porque un profesor que violenta con exceso de saña, el sutil campo del conocimiento, no sabe realmente lo que hace: instila para siempre la repulsión al alumno, lo ahuyenta del proceso del conocimiento. Inepto, este mal profesor "duro" cree que sus clases y sus exámenes son el único aquí y ahora, y como imbécil que es, no entiende que la enseñanza es un progreso milagroso, en el que hay que dejar libertad al futuro, y desde luego, tratar con infinita delicadeza esa extraña y maravillosa creación que es el progreso cognitivo. Incapaces de percibir que el conocimiento solo pervive en climas de libertad, estos profesores malos, amantes del rigor mortis, no dejan aire que respirar a inteligencia alguna. Y lo peor es que creen hacer muy bien su trabajo, enamorados como están de la exigencia.

Otra nulidad se da en el profesor impostor. Este es un profesional del fingimiento, alguien que, bien porque odia la enseñanza, bien porque no está dotado para ella, se ve forzado a aparentar que enseña sin hacerlo. Este prototipo abunda  en nuestros días, porque el puesto de docente ofrece unas seguridades económicas de las que creen poder hacerse dueños quienes no tienen capacidad ni ganas de esforzarse para merecerlas. Y así, el profesor que no da clase y atiborra a los estudiantes con trabajos que él no hace, el profesor que, amparado en criterios de otros impostores pedagógicos, impone la autocorrección del estudiante porque así él no corrige, o el que por odio al programa docente lo tuerce hacia la  ingente elaboración de actividades adicionales al mismo, o el profesor que cuenta milongas de nuevas tecnologías para embrujar al personal con distintas pasamanerías artificiales, o el que obliga a los estudiantes a ver películas que le gustan por pasar el rato, o el que disimula su incompetencia estructurando conflicto tras conflicto o indignación tras indignación...la gama de los impostores es innumera. Se diría que una multitud de personas se ven capaces de simular ser profesores, no siéndolo. Y en su huida hacia adelante, hacen cosas cada vez más raras para disimular su carácter alienígena. Entre ellas, configurar criterios pedagógicos nuevos que escondan la incapacidad para dar clase, para comunicar conocimiento. 

Porque dar clase es comunicar conocimiento. Y esto a muchos les parece una cosa sencillita, cuando es de las cosas más dificiles que existen. Primero porque comunicar es algo milagroso. Pensamos que la comunicación se da como si fuera la corriente eléctrica o el agua potable, es decir, que fluye sin más. En realidad, la comunicación es un auténtico suceso único. Algo que se da muy pocas veces, cuando conseguimos transmitir una experiencia. Y un profesor transmite, además, una experiencia cognitiva, el acceso a una teoría, la visión de una idea, el paso de escalada, como decía Poincaré, hacia una cumbre de pensamiento humano.

Y de esto es muy difícil ser artífice. No se trata de saber. Ni siquiera de ser extraordinariamente inteligente. Los buenos profesores son personas enamoradas de la experiencia del conocimiento, que la transmiten y con ello generan una línea hereditaria de acceso al mismo que produce nuevos saberes y se transmite en una civilización, en una sociedad. El buen profesor no simplemente te lleva a caminar, sino que te pone en la cumbre de la creación humana, y ello porque comunica. Esas líneas hereditarias son alimentadas por unos pocos. Es un tipo humano específico que crea otros. Y como en el caso de los malos profesores, los buenos profesores generan otros profesores, otros conocedores que avanzan hacia el futuro. El aquí y ahora del profesor que examina no vale nada. Lo importante es lo que el profesor hace llover en la tierra del futuro, lo que insemina, de libertad, de fuerza, de energía, a la especie en su conjunto. Por eso un profesor rígido y riguroso, que hace daño al estudiante, en su delicada estructura conceptual, supone auténtica bazofia educativa. Porque cercena, mata, el futuro de un montón de estudiantes.

 Cuando un profesor aburre porque dedica el tiempo a mostrar su propio aburrimiento en lo que hace, cuando un profesor tortura con exceso de dificultad a su alumnado, proyectando una mala bilis que finalmente él mismo percibe y con la que se amarga más y más, cuando un profesor engaña la buena fe de la enseñanza y viola una y otra vez la mente pura y deseosa de conocer de los estudiantes, es un verdadero crimen. Es algo que debería llevarse ante la justicia y a los tribunales y castigarse de verdad porque lo que se mata, lo que se ofende ahí, es la parte más necesaria del ser humano, su órgano más vital, que es el que genera esperanza en el futuro. Y sin embargo, están las aulas, escolares, de secundaria y universitrarias, ensangrentadas de crímenes contra la esperanza de conocimiento, contra el justísimo derecho de una mente nueva a recibir lo que es suyo, el conocimiento y la experiencia de saber y de crear ideas. Y nadie hace nada, salvo registrar tímidamente en un sistema de encuestas que el profesor no ha sido evaluado positivamente.

Creo que hay guerras contra el progreso y contra el avance en el conocimiento, que emprenden los malos profesores, los impostores colocados por intereses religiosos o políticos o económicos, o los profesores echados a perder por su propia incapacidad y su propia amargura. Y esas guerras las ganan, por pérdidas humanas, los malos. Aún así, y recordando mi propia experiencia, y la que oigo a muchos estudiantes, en esta particular batalla quien salva una vida salva el mundo, y un solo buen profesor, en un curso, puede equlibrar de tal modo la balanza, que consiga reconducir y rescatar al genio que un mal profesor, con sus torpes manos asesinas, estuvo a punto de malograr.

De esta guerra desconocida, silenciosa, que se libra día a día en las aulas, depende nuestro desarollo como comunidad, como país, y por supuesto, la felicidad que podremos alcanzar en el futuro.

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