EL ÚLTIMO VERSO DE JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO

TRISTEZA ¡Buenos días, tristeza! Pero ya llegas tarde: la alegría de los gorrioncillos tejió ya la seda roja y matutina. ¡Y ya me he envuelto en ella!


Conocí a Jiménez Lozano hace 30 años, en unos cursos de verano de la Universidad Complutense en El Escorial, debió ser el año 1989 o 1990. Había programada una sesión sobre Periodismo y Literatura. De entre el grupo de los periodistas y escritores que por allí pululaban, vi llegar una figura graciosa, muy dinámica, de un señor con un bolso de piel en bandolera, vestido a la serrana, de voz muy fina y rápida, que me dejó manuscrita su ponencia –yo entonces era la joven secretaria del curso-, con una letra muy apretada, muy bonita, en la que afirmaba con total rotundidad que las relaciones entre el periodismo y la literatura son como las relaciones entre la fontanería y el periodismo, es decir, ningunas, y que si hay un periodista escritor o un escritor que hace periodismo es una pura casualidad. Entonces todo el mundo llamaba Pepe a Jiménez Lozano, y él tenía una agilidad de pensamiento, de palabra, una viveza, que me llamaron mucho la atención.

Recuerdo haber transcrito, para su edición en los cursos de verano, aquella ponencia, sin saber aún muy bien a quién transcribía, y que cuando leí a fondo el manuscrito, comprendí la razón de aquel dinamismo humano, pues me deslumbró la inteligencia que desbordaba. Pensé: ¡Vaya, un escritor de verdad!, sorprendida, pues hay, como sabía Don José, tantos falsos escritores, casi se diría que encontrar un escritor es un auténtico milagro en esta época de impostaciones y premios, de eminencias y faraones de la palabra, que en una década o dos trasponen su fulgor hacia el ocaso y dejan de ser reconocidos. Yo pude reconocer en aquella fineza de pensamiento, en ese dinamismo cultural, a un escritor de los buenos. Y comencé a leerle, también porque vi que aunaba sus ideas, y sus intervenciones, con autores a los que yo admiraba, y tenía un impecable juicio clínico sobre el mundo de los escritores, los pensadores o la literatura. Era un autor multidisciplinar en su capacidad de juicio. Lo que más me impresionó, en aquellos años, era su absoluta humildad intelectual y el sentido de justicia que practicaba respecto al mundo de la literatura y de la cultura, como un auténtico gentleman de las letras españolas, pero con un sentido humano y cercano de la creación literaria.

Pasaron muchos años, y en torno al 2005 volví a encontrarme con Jiménez Lozano en una lectura de poemas que hizo en el Museo Lázaro Galdeano de Madrid. Entonces había envejecido, ya no era ese dinámico hombre del campo que llegó al Escorial, sino una figura más elegante y respetable, más rodeado de su público y admiradores, más acompañado de autoridades y premios. En ese lapso de tiempo yo había leído todos sus ensayos y descubierto su poesía, que considero la mejor producción en lengua española de la segunda mitad del siglo XX, digna continuadora del 27 y restauradora de la poesía pura en lengua española. Fui al encuentro del escritor para que me firmara los libros de poemas, lo que hizo con enorme simpatía. Seguía siendo la misma persona cercana y amable, y seguía teniendo la misma humildad intelectual. Por aquel entonces, su gran estudiosa y admiradora, mi compañera Guadalupe Arbona, me proporcionó su correo y comencé una correspondencia con Jiménez Lozano, que constituye para mí un verdadero tesoro, porque el autor me abrió las puertas de su amistad, que como sabemos sus lectores, cultivaba de un modo tan noble y profundo que se sentía uno sinceramente honrado con ella por la altura, la nobleza de su trato. Recuerdo asombrarme de ver que un autor de esta categoría acudía a correos a enviarme sus nuevos libros publicados, con total sencillez.

Pude intercambiar con Jiménez Lozano opiniones literarias, discusiones académicas, bromas de todo tipo, y también le rogué varias veces que no tirara a la hoguera los papeles escritos con sus poemas. Compartimos el amor por los pájaros y disquisiciones sobre la lengua alada, y pude sentir la camaradería de un autor único en lengua poética, como un privilegio personal. Me dio a leer manuscritos y yo le mandé traducciones y compartimos algunos proyectos. De toda la amistad, recuerdo haber estado en su casa, con mi perro Turrón, una primavera lluviosa.  Recuerdo lo goloso y lo vivaracho que estaba, ya en 2016, y cómo disfrutamos de una tarde de junio de parleta, como decía, su insaciable curiosidad intelectual y su capacidad para prolongar el interés por sus amigos y por la literatura más allá de todo límite.

Unos días antes de morir, le escribí un correo disculpándome porque no podía asistir al homenaje que le iban a hacer sus amigos, con motivo de su 90 cumpleaños. Recuerdo bromear con él, pues me decía que más que el homenaje, le hubiera gustado tener en Westminster una placa de plata por suscripción de lectores, en la que se dijera que su obra había sido traducida por mí…”ya ve que  humor no me falta”, me decía. Y se despedía, a pocas horas de su muerte, pidiendo que el verano le fuera más piadoso que el invierno, pues lo había tenido malo, y mira que le gustaba disfrutar de la esencia más delicada de esa estación, y espiar todos sus encantos, en los increíbles poemas que nos ha dejado.
Mi opinión es que la obra de Jiménez Lozano, particularmente la poesía, va a seguir creciendo de década en década en la admiración y consideración de los expertos lectores. Creo sinceramente que se trata de una obra absolutamente magistral, a la altura de un Juan de la Cruz, de un Juan Ramón o de un Miguel Hernández. Su escritura poética alcanza un ritmo, una sencillez, una limpieza, absolutamente extraordinarias, y así se lo dije muchas veces al autor. Creo que Jiménez Lozano ha devuelto la poesía española de los últimos decenios al lugar inmortal del que, por azares políticos, sociales, salió a partir del 1950.
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Recuerdo preguntarle cómo había sido capaz de escribir esas maravillas de tres, cuatro versos, con una métrica sorprendente, y cómo lo conseguía. Sonriendo, se tocaba la oreja una y otra vez. Oído, oído, oído, le entendía yo. Era perfectamente consciente del sacrificio y vocación del escritor, de cómo debe cuidar su ejercicio, de sus necesarias reclusiones, de sus marcas heroicas, y con su sagaz visión conocía el mundo literario, y sus moscas, como conocía cada pájaro que volaba en la tierra de Alcazarén. Recuerdo su inmensa generosidad regalando sus libros, sus correos largos y generosos, cómo sabía ser el más opulento y magnánimo de los anfitriones. No he ido a un templo literario más increíble y fastuoso que a su casa en Alcazarén, porque los regalos que hacía a sus amigos eran únicos, y nunca, nunca, dejaba de corresponder. Era un gusto mandarle alguna joya literaria porque siempre a vuelta de correo enviaba él otra.

Los poemas de Jiménez Lozano, de su primer libro, “Tantas Devastaciones”, al último, quizás en imprenta –así lo deseo-, titulado “Esperas y Esperanzas”, son un conjunto simple e inmenso en la poesía en nuestra lengua. Como el del mudejarillo Juan de Yepes, que escribió pocos versos, pero inmortales,  con el mismo amor a las montañas, las aves o las florecillas. Esos versos que son como cuadros completos de un pintor magistral, se seguirán leyendo, se seguirán amando, y se implorará con ellos, cuando todos nosotros ya no estemos. En la manera en que Jiménez Lozano termina el poema, hay un rastro angélico. No tengo mayor certeza.

¿Nunca tuviste en el cuenco de tus manos un poco de agua o el cadáver de un pobre gorrioncillo? ¿No se escapaba el agua y era libre? ¿No pesaba aquel cadáver, como un mundo?



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