EL MISTERIO DE LA COMUNICACIÓN HUMANA, EL LENGUAJE Y EL TIEMPO


La comunicación humana sigue siendo un misterio muy difícil de abordar. Como sabemos, comunicar no es algo dado de antemano ni inmediato. A menudo cuando nos comunicamos somos malinterpretados, o no somos atendidos, y en múltiples ocasiones el malentendido es el efecto más común en los encuentros humanos. El mundo vive trágicamente el fracaso de la comunicación de paz que los medios deberían promover, o la comunicación creativa que puede solucionar los conflictos y la falta de empatía. Hay autores que consideran que no es posible comunicarse, y que en realidad vivimos aislados entre nosotros, y que, como afirmaba Wittgenstein, hay cosas de las que no podemos hablar, y sobre las que es mejor callarse .
 
Otros autores han profundizado en la idea de que en realidad comunicar es más bien algo así como alinearse en una misma sintonía en la que se comparten similares longitudes de onda en el sentido y significado de lo que ocurre y nos rodea. En la literatura tenemos teóricos que creen en la capacidad de la belleza en el lenguaje como mecanismo de sintonización entre los hablantes, promoviendo en ellos las mismas experiencias. Se trata, como Walter Benjamin reflejaba, de un proceso de incubación de la experiencia que se produce cuando nos transmiten un mensaje que tiene un "aura", algo único, y que nos traslada, a nosotros, hasta su dimensión de realidad.

Otros autores sí creen que puede transmitirse una experiencia de unos a otros, a partir de la idea de que realmente la experiencia, es decir, un conjunto de sensaciones, emociones y acciones, unidas todas ellas por signos, pueden cruzar la barrera de la piel de un individuo y experimentarse en otro, a partir de una serie de operaciones profundas.

La teoría de la comunicación más optimista en este sentido se basa en la idea de que existe una cooperación esencial en quienes se comunican, al respecto de los signos que emplean, pero también, al respecto de lo que comunican con ellos. Paul Grice  explicó hace muchos años que hay unos principios de cooperación interpretativa que nos hacen presumir que quien nos habla tiene intención de transmitir mensajes que son bienintencionados, que intentan ser adecuados en su manera de construirse o van a ser entendidos con caridad interpretativa. Grice pensaba que la simple constitución de una lengua presuponía estos principios. Y en esta línea, Martin Buber creó una idea de la comunicación en la que ésta es esencialmente una aceptación del otro, ética y metafísica. Usar el lenguaje y dirigirse a los demás es un proceso de amor casi cósmico, en el que creamos una relación con el mundo que es la que nos hace dignos de existir.

Decía Buber que la Identidad de quien se comunica en el lenguaje cambia con dicha comunicación, y que cuando nos comunicamos con los demás es cuando construimos nuestro propio yo, que es resultado del proceso, y no su origen. En el complicado juego con el tiempo, el yo que se comunica puede descomponerse, reconstruirse, ampliarse o investirse de sentido gracias a la relación con los demás. La idea final es que la comunicación crea la Identidad, que pertenece esencialmente al futuro. 

Quizás esto ocurre también con la propia lengua. Los generativistas y algunos semiólogos han pensado a fondo sobre el hecho increíble de que la lengua es un proceso en creación constante. Como si fuera más el resultado que la causa de la comunicación, el lenguaje es un río profundo que va siendo transformado por los hablantes, y como afirmaba Paolo Fabbri, las lenguas son sensibles al contexto: nacen y mueren  por las necesidades de comunicación entre individuos dispares y comunidades aisladas entre sí, y se transforman a cada momento, como ilustró Chomsky, cuando los hablantes fuerzan las estructuras y las palabras para que encajen en el presente inmediato, en el aquí y ahora de la comunicación, que nunca está completamente previsto y es siempre esencialmente nuevo.

Las lenguas, por otra parte, son creaciones colectivas, precisamente porque  en el proceso de la comunicación entre hablantes se generan innovaciones y cuños de significados y expresiones que van obedeciendo a las necesidades de comunicación humana o en otros lenguajes, con otras especies. Esencialmente no hay un creador que produzca las formas del lenguaje, sino que estas son acordadas por los usuarios hablantes que van emitiendo, lanzando, sus formas al uso comunitario, y en este interior es donde esas expresiones, estructuras o formas son aceptadas y asumidas como lenguaje de una comunidad. Es muy interesante cómo, al tiempo que las comunidades acuñan su lengua según van reconociendo sus formas, aprobando sus aciertos o difundiendo sus armonías semánticas, también la lengua permite que esa comunidad se reconozca en ella como en un espejo, y que la identidad de un grupo se conforme gracias a la lengua común en la que se expresa y constituye. Sobre este asunto ha pensado la semiótica social de Halliday y otros autores, y tenemos ejemplos muy recientes de cómo cuando un grupo humano necesita generar un lenguaje común ante una realidad que vive significativamente, esa lengua común, conformada con rastros y residuos de otras lenguas, termina siendo la obra de arte colectiva en la que el acierto en el decir de cada hablante en cada una de sus interacciones va generando un cuño de lenguaje compartido que es obra de todos, común y creativa. Esta creación, el lenguaje, es probablemente la única forma de una inteligencia colectiva.

Pero todas estas teorías, apasionantes, no terminan de explicar cómo es que existe esa comunicación entre las personas mediante el lenguaje. Todas ellas están construidas básicamente sobre la idea de que la línea del tiempo humano en el que el lenguaje y la comunicación actúan no llegan casi al presente, al aquí y ahora, y mucho menos enlazan con el futuro. Y la realidad precisamente es todo lo contrario: lo asombroso es precisamente que es en el presente donde ocurre la comunicación, y donde vive el lenguaje. Hay un hecho crucial y es que, mediante el proceso generativo de la lengua, que va cambiando y mutando con el uso, es como la lengua no le pierde el paso al tiempo: son las necesidades en el presente, el fenómeno puro de la existencia, las que están unidas profundamente a la comunicación y al lenguaje. Así es como la lengua no muere.

Parece claro que lenguaje y experiencia no se pueden separar. Cuando la sordociega Helen Keller  comprendió por primera vez que su maestra estaba intentando transmitirle signos de una lengua, y abrió como si fuera un milagro la puerta de ese lenguaje, conectando su experiencia de la vida con el lenguaje que la profesora le estaba señalando en la palma de su mano,  experimentó a la vez la estructura del lenguaje y a la vez la profundidad de las vivencias que ella tenía, y que eran comunes y colectivas, porque estaban también en las palabras. Parece que el lenguaje y la comunicación no pueden desprenderse del aquí y ahora de la experiencia porque son procesos vivos, tan vivos como la vida humana: comunicar no es algo que pueda garantizarse, ni apresarse en fórmulas, ni describirse retrospectivamente. Todos los intentos de saber qué es la comunicación pecan de pasivos, miran hacia atrás y no al sorprendente fenómeno por el que cuando se crea la experiencia, a cada instante que vivimos,  se crea con ella un lenguaje.

El lenguaje parece progresar en dos puntas: una es la que se dirige a la comunicación, pero otra es la que se dirige a su propia creación. Y estas dos puntas son indiscernibles en los procesos del habla: necesitamos innovar en el lenguaje porque el lenguaje debe adaptarse a la vida, que es un proceso en constante cambio e individuación: no hay dos seres iguales, no hay dos instantes repetidos. El desenvolverse del tiempo necesita una creación constante y continua, colectiva, de un lenguaje. Por eso la lengua desafía las reglas y las normas gramaticales, rompe las normas temáticas, se recrea en su propia génesis y en su némesis también.

Cuando hablamos, no solamente apreciamos la buena intención de quien nos comunica algo o confirmamos el valor de lo que nos dice. El acierto en el decir de quien nos habla es también una cosa compartida. Cooperamos, no solamente para reforzar palabras ya sabidas, sino para buscar palabras nuevas, mejoras en la expresión que nos ofrecen otros, para nuestras sensaciones o vivencias. Cada vez, cada instante en que nos comunicamos con los demás, trabajamos en fijar formas que se enraízan en la energía misma de la vida, y cuando esas formas están más unidas a la vida, mejor nos sirven para entendernos. Y gracias a dicho proceso, nos entendemos. Es una interacción profunda, en la que la obra común de un lenguaje que transmita la vida, no solamente en el presente, sino en el instante en el que el futuro besa su umbral aún sin traspasarlo, es nuestra tarea colectiva. Por eso el lenguaje está íntimamente unido no solamente al aquí y ahora, sino a lo que será, que nos llega atrapado por las palabras y los signos.

Solamente un medio como el lenguaje común que hemos acordado para traducir la experiencia increíble del futuro que se intuye, puede ser el medio que nos ponga de acuerdo. Y cuando estamos de acuerdo en un mecanismo traductor tan idóneo, podemos transmitir cualquier cosa con él. Ese entusiasmo creador garantiza la transmisión de contenidos, y se convierte en el cauce para volcar todo cuanto queramos decir. No se trata sólo de un acuerdo, sino de una unión en el esfuerzo, de una energía sentida y desencadenada en la creación de signos, que mueve nuestra alma. Por ello, la lengua no solamente es creación colectiva, es una creación para la comunicación colectiva. Y la comunicación necesita una lengua innovadora, porque sólo esta es fiel a la inefable experiencia de vivir.

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