la cultura, medio para la felicidad

 

Recientemente afirmaba Peter Berger que la belleza contemplada en una obra de arte o en un ser vivo produce el espacio para nuestra propia contemplación. Como si nos envolviera su proyección, dándonos estabilidad, un derecho de existir, un futuro y una consumación de nuestra vida, la obra o el ser bello alojan en su aura algo más que a sí mismos. Es una manera de decir, a fin de cuentas, que la belleza y su conjunto en la cultura es un medio para la felicidad.

Lo mismo afirmaba Ignmar Bergman de Mozart: decía,  que con “La Flauta Mágica”, Mozart había hecho posible la felicidad. Y es lo que rumio últimamente: la cultura, las obras de arte, lo que los artistas ofrecen por todas partes, es efectivamente medio para la felicidad, y nada más. No es algo que haga evolucionar, ni extiende las capacidades, ni sirve a la vanidad humana, ni ahonda en el retorcido hondón del alma: todo eso lo hace el arte, pero secundariamente. Lo principal, lo que hace que la cultura sea indispensable, es que conserva y transmite felicidad.

La felicidad humana es una cosa rara, no es tan común como pensamos: se pierde muy fácilmente, y hay personas que jamás llegan a tenerla. Hay seres humanos que consumen, se sacian, envejecen, pasan a la muerte sin rozar el sentimiento de felicidad. La cultura, mediante el trabajo del artista, engasta felicidad pura en las obras de arte y garantiza con ese trabajo que llegará a las manos, a los ojos, del que pueda recibir la obra. Y nada más. El sentimiento de felicidad que produce crear o recibir una creación culta expulsa fuera de sí las otras motivaciones del arte, las más suntuarias, las más vanas e hinchadas, y deja solamente como ley del arte la de hacer felices a los demás, y a uno mismo del mismo modo.

Ser un artista es proporcionar el rescate de la felicidad en la vida olvidada de las personas. Hacerles recordar lo que es más antiguo que su memoria, y que contiene el camino para estar plenamente en esta vida. Las obras de arte trascienden todos los criterios, las calibraciones, los acentos, y nos dejan ver la vida feliz en estado puro, son propiamente una celebración.

 

Recientemente hablaba de poesía con un gran escritor de versos español, y nos asombraba ver que la poesía en general, de estos tiempos españoles, es oscura, sombría, incluso cruel y desagradable: pura incultura. Para nosotros, escribir poesía es siempre una exaltación, y leer buena poesía, la mejor, es entrar en la habitación dorada donde la vida se ve con claridad, como el exultante milagro que es, como el adorable mundo seductor que nos cautiva.

Por eso, como Rilke, para mí el arte es celebración, y lo demás, retorcimientos débiles. Los grandes poetas son celebrantes luminosos, en los que la vida canta por sí misma. La gran cultura es simple como el campo y solar como el océano, y en ella la desnudez, y la felicidad, van de la mano. Todos los embelecos culturales de las civilizaciones cansadas, que se pintan con tristezas, crueldades, negritudes, son sucedáneos, ni más ni menos, de la verdadera cultura: ésa que existe porque es muy necesaria a la vida de la gente, pues con ella es posible  entrar por puertas siempre abiertas a vivir la felicidad.

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