IMPRESIONES INGLESAS

 

He pasado unos días en Londres, y no visitaba Inglaterra desde hace por lo menos treinta años. El país, el modo de vida, las raíces fundamentales de cuanto se observa, gusta o siente en  tierra inglesa apenas han cambiado. Los ingleses tienen la inmensa virtud de no cambiar las cosas cuando las han construido con éxito. Y en muchas cosas son exactamente iguales a hace treinta años.

Por ejemplo, en sus costumbres diarias. Pueblo rutinario donde los haya, Inglaterra es un país que se recrea en sus hábitos adquiridos, y encuentra en la repetición de los rituales una guía para vivir. ESte rasgo, unido al cuidado por los rituales culturales y por sus contenidos, los convierte en la civilización más culta de las ahora existentes, sencillamente porque los ingleses saben lo que es valioso y lo conservan, aunque la apariencia o el paso del tiempo afecten negativamente al objeto o contenido en cuestión.

 

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Un teatro para los ingleses es un templo cultural. Tal y como lo fue para la otra inmensa cultura europea, la griega, los teatros no se tocan, se conservan y se cuidan, aunque se vean alterados por el tiempo o pierdan lustre. Así, cuando los actores ingleses representan sus papeles en esos centros neurálgicos de la cultura que son sus teatros, en ellos resplandece el verdadero aura del valor cultural.

Los museos son en Inglaterra espacios esplendorosos, por viejos que sean, por extraña que sea su apariencia externa. En ellos, se atesora y cuida el objeto cultural, el libro, la estatua, el fósil, haciéndolos el centro de la atención ciudadana. Para los ingleses sigue siendo cierta la idea de cultura que generaron los grandes emporios artísticos de la humanidad, y a su calor viven y siguen permaneciendo, por más que el postcapitalismo y la civilización mantecosa de modernidad anodina que vivimos parezca apoderarse de Londres.

 

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Si consideramos los grandes lugares de la humanidad, aquellos donde se ha enseñado la voluntad de belleza, la capacidad de perfección humana, la simbiosis con la naturaleza de la inteligencia, Inglaterra es uno de esos lugares únicos, por la capacidad del pueblo inglés para no olvidar. Para no dejar que cualquier mal viento destruya las obras culturales, para saber distinguir entre lo que es válido en sí mismo –como el intangible oro de una interpretación teatral, como el sutilísimo brillo de un ritual de cortesía consumado, como el edificio invisible de una educación o de una pedagogía eficaz- y no perder el modo de conseguirlo por avaricia, descuido o desdén, como ocurre en España y ha ocurrido en nuestra desoladora historia cultural.

Por supuesto que Inglaterra es también la cuna de un capitalismo industrial y de sus sistemas de propaganda y de incitación al consumo, y al lado de los maravillosos secretos ingleses encontramos siempre ese espíritu vendedor, pirata y fullero, y también, por supuesto, al usurero ladrón que ha explotado a otros países y a su propio pueblo y ha depauperado su nación. Así como hay países donde la cultura es casi inexistente y domina un consumismo bestial, en Inglaterra luchan en combate constante el impulso a la educación y a la cultura con la debacle económica y el imperio del rodillo bancario que todo lo asuela y todo lo aplasta. Y hoy en día se siente muchísimo cómo Inglaterra se debate entre nuevas formas de ese capitalismo salvaje, que empobrece a sus estudiantes y a sus trabajadores, y engaña a sus clases medias con nuevos modos de consumo constante travestido de búsqueda de innovación, y su viejo modo de entender la vida fundamentado en la cultura, la educación y el cuidado del modo de vivir.

Londres es un marasmo de barrios en los que el impulso hacia los dos polos se siente constantemente. Por un lado, los inglese prestan la máxima atención a cómo hacer las cosas. Tienen empleados para vigilar que los transeúntes no caigan a las vías del metro. Tienen empleados para canalizar el tránsito de las personas en las calles estrechas. Cuidan cada paso en el vestíbulo de un teatro. Si pides que te orienten en la calle, los ingleses se lo toman casi como una vocación religiosa, no hay gente más educadamente dedicada a satisfacer al que les solicita un favor, que ellos. Por otro lado, el desmadre de barrios de tendencias de consumo, con vorágine de turistas, vendedores, reclamos turísticos, rematadamente horteras en muchos casos, donde la búsqueda de lo más “trendy” lleva a la gente a hacer las mayores tonterías y a perseguir las modas más absurdas, se ve a cada paso. Todo tipo de caprichos, de los más estúpidos e infantiles a los más deshumanizados y anodinos, se pueden comprar y vender en la ciudad. Y es posible enterrarse en toneladas de publicidad, ofertas, mercaderías, finanzas varias, en el peor y más gris de los horizontes de desarrollo humano.

INglaterra es así un espejo de la vida actual donde lo más innovador y lo más anciano conviven en enfrentamiento constante. pero a diferencia de lo que un tonto pudiera creer, lo más nuevo de Londres no es el alto joven barbudo que lleva margaritas en una maceta de su bicicleta, sino el viejo que visita el Museo Británico para apreciar gratuitamente ese delicado conjunto de piezas arrebatadas a otras culturas refinadas. Lo más nuevo en Londres es lo eterno.

 

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