LA JUSTICIA INTERNACIONAL ES NUESTRO FUTURO

 La noticia de la declaración del Tribunal de La Haya, en la que este órgano de justicia internacional se pronuncia sobre la probabilidad del genocidio en Gaza, es un paso adelante importantísimo en términos de justicia internacional. Naledi Pandor, la ministra de Asuntos Exteriores de Sudáfrica,  afirmaba hace unos días que aunque hubiera esperado una petición explícita de un Alto el Fuego, consideraba valiosísimo el fallo del tribunal, prohibiéndose a sí misma la menor duda sobre la importancia de la declaración de los jueces, que exigen a Israel el respeto a las condiciones de vida y de dignidad humana en Gaza.

La declaración de La Haya mueve una ficha clave por la justicia internacional. En los tiempos en que esa justicia es vapuleada de facto por conflictos sangrantes como la guerra de Siria, en Ucrania o la masacre de los Rohingya, es sin embargo más urgente aún que los organismos internacionales se declaren en contra de los ataques, asesinatos y vulneraciones de los derechos humanos, sin dudar un instante en declarar intolerable la violencia.

Si en La Haya el tribunal no se hubiera pronunciado sobre el genocidio, se habría creado un trauma no resuelto en la sensibilidad de la justicia mundial. La simple omisión del reconocimiento de un crimen es una forma de injusticia profunda. Genera un tipo de violencia que Johan Galtung denominó violencia estructural, es decir, la que se sitúa en la misma estructura de la organización de la sociedad humana.  Se asume que la violencia es inherente al sistema establecido, al derecho mundial. Este tipo de violencia es diferente a la física, y también a la violencia cultural o simbólica. 

La injusticia, aceptada y omitida en los tribunales o foros internacionales, ataca directamente al sistema sanguíneo de la existencia colectiva. Es tan grave porque pudre el edificio social en su base, implantando una desigualdad de derechos y la violación de los principios de comportamiento humano a nivel global. Esto es una inyección, a nivel planetario, de desánimo y de desconcierto, que se introduce en el sistema basal, sanguíneo, de nuestras sociedades. Igual que en las sociedades coloniales se introducía la corrupción, el abuso y el descreimiento hacia las instituciones, que gangrenaba por siglos y siglos su desarrollo como sociedades, perder la justicia internacional supone parar en seco el desarrollo igualitario a nivel muy amplio, a nivel global. 

El sistema social en que vivimos tiene una íntima conexión con el individuo. La relación con los otros, iguales a nosotros, debe estar marcada por una claridad de principios y una limpieza en su reconocimiento en el derecho. Cuando hay personas "más iguales" que otras, cuando hay derechos aplastados, y ante nuestros ojos se desarrolla una masacre que es negada por la justicia internacional, lo que está pasando es gravísimo: se instaura una nueva situación en la que no es posible mirarse en el otro, en sus derechos, en su desarrollo reconocido y libre. Esa simple borradura del derecho humano genérico, la aceptación de la injusticia en organismos e instituciones globales, significa que nosotros mismos no tenemos esos derechos: nuestra sociedad no nos los reconoce, si no reconoce los del otro, los de todos. Por eso los sudafricanos afirman, con enorme liderazgo internacional y gran profundidad de ideas en este sector, que ellos no serán completamente libres hasta que no sea libre Palestina como estado con plenos derechos.

Una sociedad que cae en la injusticia internacional es una sociedad estrangulada. El deterioro de lo que podríamos llamar la "moral" internacional, es decir, el reconocimiento de principios y leyes básicas de comportamiento, para todos, resulta que hunde en la miseria la "moral" individual, es decir, en otro sentido de este término, la esperanza, la energía, la creencia de cada individuo en el sistema. Del reconocimiento de la justicia como ideal a nivel individual o de grupos depende la salud misma de nuestro sistema social total. Si se instaura la injusticia explícita en los tribunales internacionales y en los sistemas de representación, no solamente se está vulnerando unos casos u otros con violencia y  opresión: se está hundiendo el sentido mismo de la construcción social de la vida humana. Podemos aceptar no haber alcanzado un ideal, pero no podemos aceptar, como especie, renunciar a ello. Si la hipocresía se hace norma, el ámbito internacional entrará en la locura.

Hay por tanto una conexión muy esencial entre proclamar que está teniendo lugar una injusticia y poder acabar con ella, aunque ahora mismo no parezca posible.  Si denunciamos que está teniendo lugar una barbarie como la de Palestina, estaremos reconociendo un trauma profundo, aunque sean sólo palabras. Las palabras consiguen que el mal no sea doblemente banal, como quería Hannah Arendt.

Cuando ocurre un crimen, si desaparece incluso la vergüenza o el remordimiento, y si, como vemos ahora, quien asesina o destruye no solamente lo entiende como algo inevitable y razonable, sino que se ríe y lo celebra, esto es una forma muy profunda de ataque a la humanidad: una especie de locura, de empatía inversa, se comunica globalmente como algo normal. 

Los que cometen los crímenes se ríen de los niños martirizados, los que ejercen violencia bestial se reafirman y celebran sus acciones y las comunican. Quieren imponer agresivamente la violencia como criterio, como lenguaje de trato justo. Este tipo de crimen daña el cimiento mismo del alma humana, daña al ser humano sistémico, el que está conectado a los otros por una empatía que es la base del sistema de justicia. Y como afirmaba Gregory Bateson, una especie animal que pierde la comprensión de ese vínculo con el sistema del que forma parte y que está dotada de tecnologías avanzadas de destrucción, tiene garantizada la aniquilación de sí misma, porque la desconexión del sistema colectivo es una especie de auto-destrucción diferida. 

Construimos nuestra vida sobre la paz, sobre la relación con los otros, y mirándonos en la felicidad ajena es como creemos en la nuestra propia. Ningún derecho será pleno si no es reconocido a todo el mundo, proclamado para todos. La moral común está conectada con nuestro ánimo social, con nuestra energía constructiva como especie. Si quien mata se mata a sí mismo, quien mata la justicia,  y proclama la injusticia como base de comportamiento aceptado, pronostica una enorme destrucción colectiva, que él mismo se ocupará de generar. 


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