EL CEDRO DE LA POESÍA. HOMENAJE A LUIS ROSALES EN LA CASA DE VICENTE ALEIXANDRE

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La vida es una continuación de maravillas que pasa completamente desapercibida. Nadie nota la escritura continuada, esplendorosa, milenaria, de la tradición poética en España, salvo en ocasiones en que los que admiramos y practicamos este arte de las artes, tomamos un lugar muy específico y esperamos a que luzca nuevamente el resplandor de la poesía en lengua española tal y como viene haciendo desde las jarchas hasta hoy, por la línea continua que va de Teresa y Juan de la Cruz a Garcilaso, Góngora, y por fin al inmortal 27, del que esta casa es no solamente un emblema muerto, sino el símbolo vivo, el cedro gigantesco cuyas raíces siguen congregando a poetas de todas las generaciones.
Vicente Aleixandre plantó en los años 50 en el jardín de su chalé de la calle Velintonia –él la llamaba así, yo creo que en homenaje a su enorme cedro del Líbano, pues Velintonia es un tipo de secuoya, gigantesco árbol americano. Vicente decía, en una entrevista en 1984, que todos los días cuidaba su jardín y podaba las ramas de su cedro, cuyo gigantesco tamaño ya entonces entrometía las ramas en la preciosa casita universitaria.

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Hoy el cedro de Aleixandre, la Velintonia de la poesía española, tiene como unos 70 años, y allí está, esplendoroso, en el punto central del chalé y de la casa, como un axis mundi que no necesita ya riegos ni poda, como el eje en el que, querámoslo o no, se vertebra y se expone el vigor de la savia de la poesía española. Es muy cierto que la casa está abandonada, que las estancias están embrujadas por la vejez y la enfermedad del gran escritor y su hermana y amigas, que de la casa sale aún, extraño, inaudito milagro, el espíritu mismo de la vida de Aleixandre, anclado en un pasado que no ha sido superado por el presente español, y que nuestra pobreza cultural, nuestro cainismo que destroza los cultivos, nuestra bestial condición de país lento y torpe, hace que Aleixandre, su casa, sus décadas de académico, poeta laureado, envejeciendo junto a sus muchísimos amigos poetas, en aquel rincón de la ciudad universitaria, esté aún manchando las moquetas de los años 80, las persianas medio abiertas del comienzo democrático,  y los anocheceres, con la luna y la estrella Sirio sobre el cedro vigoroso que todo lo enraíza y amarra en aquel lugar increíble de nuestra esencia de país.

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Y el cedro de la casa de Aleixandre es el símbolo, el mándala único, el centro, de nuestra condición de poetas españoles. En un jardín que un inmenso poeta cuidó hasta su muerte, al final de una larga vida que  se fue haciendo traslúcida y cobró forma de época, con una ancianidad llena de luz, de juventud convertida en vuelo y color, para siempre en una casa en ruinas.  Entre estrellas y perros, entre visitas de amigos poetas que hacen resonar la casa, desde hace un siglo casi, con la inmensa música de la lengua, con la voz del poema, esa voz  capaz de superar la condición de lengua, de hacerse sobrehumana, para alcanzar la música celeste a pesar de utilizar la forma hablada. Década tras década las hojas muertas, la ruina y la herrumbre, caen en torno al cedro que sin embargo, como el nogal de Malraux, se alimenta de ese manto para cubrir de humedad sus profundas raíces al centro de la tierra de Madrid, de donde sale en realidad la energía que lo plantó, todavía intacta, siempre nueva.

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Es la energía que llama a los poetas, a los nietos y los hijos de los bellísimos poemas españoles de línea pura de Gerardo Diego, Aleixandre, Altolaguirre, Hernández, y a los poetas más nuevos que continúan, cielo arriba, escribiendo poemas. Ayer se podía sentir que el árbol de Velintonia todavía aúna, aglutina, aherroja, a los poetas españoles, a los poetas andaluces, a los castellanos, a los valencianos, a todos, y nos dice que escribamos, que sigamos adelante.
Lo importante no es una casa que se cae a pedazos. La vida se deshace siempre. La familia de Aleixandre, que fue esculpiendo su luz en un perenne mundo azul, en los años 60, 70, 80, se ha quedado allí como cristalizada, como un aire delicado que regala el espacio, precisamente porque está tan abandonado por los horteras institucionales, por los políticos zafios de tantas generaciones, por esa fuerza falsaria que instituye pero en realidad entierra del todo la verdad de un amor a la vida. Increíblemente, con lo mal que está el chalé de Aleixandre, con lo poco que la Asociación , grande entre las grandes, consigue de ellos, ayudada por la Fundación Gerardo Diego, y por amigos músicos, escritores, poetas, lo que se logró anoche y se logra en estos actos es inmenso, espectacular: se está ni más ni menos dando continuidad al espíritu de un poeta que supo crear en su casa un símbolo de un eterno crecimiento, de la evolución imprescindible de los poetas.
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Anoche se oía la voz de Vicente Aleixandre dando la bienvenida a los poetas, a la puerta de su casa. Se veían las ventanas encendidas de su cuarto y del de su dulce hermana, y se escuchaban las carcajadas de Lorca, el cariño de Rosales, las palabras profundas de Cernuda, de Dámaso, de otros posteriores poetas, que se acercaron siempre a recibir aquí la savia y la energía de su siguiente texto. Pero se oía a la gente de ayer también , a los nuevos poetas, a un centenar de personas amantes de la literatura que se congregaron e hicieron arte puro ayudados por los vencejos, por la noche de verano nuevo, por el jardín oloroso y fresco. ¿Se`puede tener más? ¿Hay algo que supere ese logro cultural?
Claro que no. Siempre deseamos que el impulso de los albañiles de la política, de los obreros de la institución, haga algo por esta casa. Pero visto lo que hacen con espacios públicos, vista la mentira, el fraude con el que condecoran, inauguran, refrendan, esas cajas vacías de cultura que esconden tanto robo y tanta usura, yo casi prefiero que mi casa de la poesía, la casa Vicente Aleixandre, gracias a su sobrina, y a la Asociación de Amigos de Vicente Aleixandre, siga siendo como es: auténtica, única, mágica y que acoja el espíritu puro de la poesía con tanta nobleza en torno a ese cedro, que hoy nadie puede talar, que plantó el enorme poeta. Ese cedro habla a los poetas que allí llegan, y les transmite, de parte de Vicente, el impulso de escribir una obra nueva.

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