pax philosophica

 

Hubo milenios, milenios atrás, en que el hombre asociaba al conocimiento el acceso a la profundidad energética de la vida. En Grecia, cuando el saber se asociaba a la visión de un misterio, y era inefable, conocer las cosas era algo sagrado, y acceder a ese misterio era una experiencia que no se compartía: estaba unida al nacimiento, era un segundo nacimiento, una individuación en sí que asociada al individuo se le daba como si fuera Dios mismo el que mediante ese conocimiento se hacía presente en la vida. Por esos tiempos, saber y saborear, conocer y sentir en el paladar las nociones eran todo uno. El llegar a la sabiduría era parte del crecimiento del cuerpo, era algo que emanaba de las montañas, de las raíces de los árboles, de la visión del profundo mar desde la columnata del templo, que podía verse en desarrollo en la espiga, o en el viaje invernal que la primavera emprende, y ser un conocedor, un iniciado, suponía abrir los ojos al mundo desde una visión humana única e incompartible, que llegaba a entender la muerte, la vida, las generaciones, el sacrificio, la exultación vital, como algo que se hablaba al alma en secreto, pero con toda su extensión que era presente y al mismo tiempo milagroso, inabarcable.

Kérenyi dice que después llegó la Filosofía, cuando el saber dejó de ser un sabor, una noción que se sentía en el cielo de la boca, o en el estómago, y pasó a ser un amor, una devoción. Cuando la fe apareció, y desapareció la evidencia sensorial de la presencia de Dios en la tierra y en el cuerpo humano, surgió un monacato milenario en forma de unos visionarios, los filósofos,  que cultivaron desde entonces su suave pasión por aquellas cosas que antes se sentían y ahora se veían reflejadas en cavernas y oquedades, los de la propia cabeza humana. La filosofía, ese amor por el saber, lleva siglos derivando su fuerza de la perdida energía iniciada, pero su amor es tan delicado que mantiene incombustible ese gusto por jugar con las imágenes del alma, produciendo unos beneficios enormes a la humanidad.

La filosofía y filosofar, hace a los hombres tranquilos. Si no poseídos por el ánimo creador, estos hombres y mujeres están casados para siempre, en un dulce yugo, con la obligación de pensar y repensar las cosas, y eso los hace pacíficos, con una paz duradera, extensa, fundamental para el animal humano, que sin el filosofar cae desgraciado en las paranoias, en las neurosis, en la tristeza infinita. La fertilidad de la mente filosófica produce  civilizaciones suaves, ordenadas, en las que se mide bien lo importante de la vida y  se aborda la existencia sin corrupciones. La mayor honestidad es el fruto de la filosofía, porque las personas encuentran en su pensamiento tal placer, tan altas experiencias, que ningún dinero, afán, dominio sobre los demás, o estúpida fantasía, los desorienta nunca. Los filósofos eternamente giran en las esferas celestes más altas acercándose a la verdad un poco más a cada giro, y no se meten con nadie.

Nunca se habla del valor profiláctico de la Filosofía. Nunca se menciona que filosofar hace a la gente buena, tranquila, estable. Que ayuda a la mente a no volverse loca, que calibra la exactitud del juicio de manera que no se puede engañar, en lo fundamental, a un filósofo. Que sirve para controlar las acciones, y ahora más que nunca, para juzgar con exactitud y detectar lo indigno, lo amoral, lo no ético. Y además, filosofar pone las bases para barrer de la sociedad la sucia masa de intereses que redefinen nuestro mundo de manera errónea. Jamás una mejora de la vida humana surgió sin filosofía. Cuando avanzamos políticamente, socialmente, siempre está en la base de los que actúan, una idea filosófica.

Los mejores movimientos sociales de avance son filosóficos, y cuando un movimiento se aleja de la filosofía y coge el martillo, muere como avance y empieza a ser un retroceso. La Pax Philosophica sobrevuela la historia humana, y hoy si arrinconamos la Filosofía y somos incapaces de abrir esa puerta a los jóvenes, perdemos siglos de educación cívica, de impulso honesto, y de una capacidad que, como el arte, se paga en sí misma, y produce tal placer que no necesita prácticamente de nada. Nuestra cultura produjo, como una de sus grandes joyas, la filosofía y sus siglos de decencia. Siempre es posible volver a lavarse las sucias manos en su límpida corriente.

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