Una candela encendida en el pecho

En nuestro pecho debe encenderse día a día, una luz de candela que alimente de energía, alegría y capacidad vital nuestra existencia. No hablo de nada humano, de nada natural. Ese pequeño fuego interior no tiene procedencia lógica, ni se puede provocar, ni lo debemos a ningún esfuerzo o mérito.  Igual que la chispa brota en medio de la noche, encendiendo el resplandor de una luz que cambia todo, así se enciende en el alma un aliento que insufla fuerza al cuerpo, una combustión que todo lo anima. Una vez que en el alma humana hay luz, todo es distinto.

¿Quién enciende esa luz? es un regalo de los dioses. ¿Por qué atiza en el hombre el amor, la pasión, la valentía? es un misterio que no conocemos. Lo cierto es que el ser humano sin esa candela interior es pura basura, un ser débil y torpe, desigual en sus poderes, efímero, lerdo y gris. Pero si la luz distinta ilumina su mirada, esa luz que viene de arriba, que es espíritu, es decir, un viento divino que respira en nuestros pulmones, entonces acertamos, y progresamos, y volamos. Y podemos quemar etapas y absorber el tiempo, y desplegamos el universo de nuestras capacidades como la inmensa esfera mecánica que se pone en movimiento por esa única fuente de energía que es externa a nosotros mismos.

Solamente podemos dar las gracias a esa luz interior, a la llama que todo lo transforma, cuando se prende una noche mientras dormimos, o cuando se posa un instante en nuestra alma para residr en ella una temporada. Dar las gracias por el cambio de humor, por la fuerza recibida, por la energía y el ánimo –ánemos, ánima- que nos infunde para trabajar todo en beneficio de su objetivo, que es perfeccionar la vida. Y maravillarnos al mismo tiempo de cómo su aura de luz va embelleciendo las orlas de las escenas, expandiendo la belleza, la armonía y la plenitud, a partir de su sutil presencia.

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