Impresiones de Frankfurt

Estos días visito Frankfurt y por fin me sumerjo, como debí hacer hace veinte años, en el idioma alemán que estudié de joven: me refiero a la atmósfera, al océano lingüístico de esta lengua, que es lo que te hace hablar, entender y simpatizar con los alemanes. Mi aprendizaje de la lengua alemana tiene esta característica:  ha estado dormitando veinte años, y solamente cuando  he entrado en contacto real con la gente que habla en su mundo , en esta tierra, bajo este cielo, entonces  se ha desencadenado mi comprensión del instrumento musical que es el alemán. Por algún motivo, la música de la lengua alemana no me entraba por los oídos, y no comprendía su umwelt, su mundo envolvente. Ha hecho falta que oyera cantar a los pájaros alemanes, que oyera el viento, que viera la luz en Frankfurt,  o sus patios con flores, para que se desencadenara la lengua en mi cabeza. Cosas raras de mente rara como la mía.

Con el descubrimiento de la lengua que tenía larvada en mi cabeza desde hace veinte años, también ha llegado -será lo mismo, seguramente- el aprendizaje de quiénes son los alemanes. Siempre me estuvo vedada esa comprensión, no sé por qué. Eso no quiere decir que no apreciara, que no admirara profundamente a los artistas alemanes, únicos en la historia humana, a sus poetas, músicos, filósofos, que han construido la modernidad y la idea de la felicidad como nadie en Europa.

Sin embargo, el pueblo alemán no son sus creadores. Mi impresión general es que aquí hay una división importante entre cultura y naturaleza, que no están unidas en esta civilización. A diferencia de lo que ocurre en Grecia, donde la cultura emana de la naturaleza y vuelve a ella tras pasar por el corazón humano, en un ciclo perfecto, en Alemania la cultura vino de fuera, de conceptos trasladados del clasicismo o de la cultura cristiana antigua, y la cultura popular no estaba unida a ella. Por otra parte, está el culto refinadísimo a la naturaleza que los alemanes tienen genéticamente. Su pasión por el mundo vegetal es curiosísima, sorprendente, hermosa. Pues bien, esas dos raíces de la civilización no están unidas aquí, y ello explica que en su respectivo desarrollo los alemanes puedan en algún momento haberse extraviado. Es complejo el proceso, pero explica muy bien el carácter de los alemanes.

Los alemanes son gente muy buena en su forma de comunicarse, en su presencia en el mundo, en su vida cotidiana. Son tranquilos, apacibles, trabajadores como ninguno. Les gusta la belleza y les gusta la naturaleza. Cuando refinan las formas, con un impulso artístico, llegan a su culminación, a lo más alto. Cuando cuidan la naturaleza, lo hacen con una delicadeza extrema. En ambas cosas son extremadamente cuidadosos. Tanto, tanto, que llega a molestarles la imperfección, e incluso, se vuelven neuróticos con lo imperfecto. Aspiran tan alto en estos aspectos, desarrollan tantísimo su capacidad de perfección, que pierden de vista la vieja sabiduría natural que los griegos alcanzaron: la virtud está en el término medio, el genio está en la dosis adecuada, la armonía está en la composición idónea, somos seres relativos, relativamente perfectos...esto al alemán le cuesta mucho entenderlo: le cuesta una historia entera de civilización, y me atrevo a decir que aún no lo han comprendido: nadie es perfecto, hay que ver en todo una composición armónica, no un refinamiento supremo....



Frankfurt es una ciudad delicada, finísima. En ella una población de buena gente se esmera en cuidar la más mínima flor que crece en un rinconcillo. Cada detalle, cada gesto de los frankfurtianos, es de esmero, de anhelo de belleza. El clasicismo se ha llevado al extremo en algunas casas antiguas, y a veces se roza la cursilería, la falsedad del espíritu. Todo el centro de la ciudad está reconstruido fielmente y es un decorado medieval, porque hubo que destrozarlo para impedir que en un exceso de perfección, o de neurosis generada por ella, los alemanes imperaran sobre el mundo con un cánon demasiado inhumano.



Ahora, en Frankfurt, hay una desmesura nueva que viene a repetir algo de la vieja historia alemana. Aquí y allá se levantan, imponentes, torres de cristal inmensas, donde el mundo de las finanzas, los bancos y las enormes corporaciones, juegan con el destino de los pensionistas, los trabajadores, las clases más humildes de este país y de toda Europa. Esta parte de Frankfurt es triste y no tiene vida. Otra vez tenemos un anhelo de perfección, un ansia especulativa, que pierde de vista el ser humano, lo que los griegos, tan admirados por los alemanes, sabían bien: que el hombre debe ser la medida de todas las cosas. Pues bien, en Frankfurt se han levantado inmensas hachas de cristal que se ciernen sobre la economía europea, amenazantes, con su deseo por superarse a sí mismas en beneficios, intereses, primas de riesgo...

Ya no nos da tanto miedo el ansia alemana de perfección, pero sigue haciéndonos daño cuando pretende medir todo mediante un canon clásico imposible, sea económico, sea estético, sea racial. Cuando el pueblo alemán consiga fundir naturaleza y cultura, y aprenda que no hay que perder de vista al hombre común, y que la via media es el secreto para la sensibilidad, entonces veremos otra cultura diferente en Europa. También ocurrirá en los restantes países, donde tampoco está conseguida esa fusión. Puede que nos cueste nuevos sufrimientos y desencadenar revoluciones, como la que la Escuela de Frankfurt abanderó en la mente de todos, y sigue abanderando en nuestros indignados. Debemos inmensa gratitud a los creadores, los pensadores, los filósofos alemanes de Frankfurt: Horkheimer, Goethe, Hindemith... Que su espíritu consiga por fin reinar en Alemania, bajando de las nubes de ofuscación a esos otros alemanes que aspiran a un ideal inculto.

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