TRES HORAS PERDIDAS CON EL BLUFF DE SUGARMAN

 

Hoy he pasado la mañana desmontando el tremendo engaño del último documental premiado con un Óscar “Searching for Sugarman”. Me habían recomendado esta historia y cuando he entrado en contacto con el tema, pensaba escribir una pieza laudatoria sobre la humildad y sabiduría de este hombre, cuyo aspecto siempre muy retocado y su excesiva presencia en la web empezaron a mosquearme sinceramente.

Al ir navegando con mayor profundidad, voy notando los cientos de miles de palabras, cada vez más maquilladas y embellecidas, que rodean al asunto, y al mismo tiempo, empiezo a notar desmesuradas mentiras en los cuentos del director de la película –que dice haber filmado con un Iphone, adicto ya al cuento de Cenicienta hasta para su propio papel en el rollo-, y datos que no cuadran, imágenes anacrónicas, y declaraciones de los primeros realizadores del primer documental que se hizo de este pseudo dylan al cual le da igual tocar con una banda o con otra, que solo canta veinticinco canciones y versiones macarrónicas de otras de otros autores, y que, según el testimonio también para idiotas de uno de los productores, no tenía ni guitarra al principio del descubrimiento. Yo a mi vez descubro lo que otros ya han demostrado con gran pericia informativa –en español está la web de jointdown que lo explica muy bien- esta enorme estafa cultural y mediática, en la que un pobre anciano más bien interesado y muy mal intérprete musical, se las da de genio incomprendido y de alma mística para gran beneficio de él, de sus muchos colaboradores en la industria del establishment de Hollywood, y ahora ya de los grandes circuitos de la música, donde miles de tontos son estafados con esta historia.

Y es indignante. Algo que nadie ha dicho aún es que es realmente para montar en cólera, habiendo como hay músicos profesionales de carreras excelentes, constantes en el tiempo, que han sido y son ignorados por el marqueting discográfico, que ahora lanza a bombo y platillo a un pobre albañil que ni siquiera rasguea bien, vendiéndolo, proyectándolo y haciéndolo el pienso musical de millones de hipsters atontaos que lo consideran un genio. Es una vergüenza que este kitsch de la música del siglo XX  enamore a los Oscars, a los públicos de grandes festivales, a los medios de masas más sesudos como CBS, y que todos se traguen la bola más grande jamás contada: que existe alguien cuyo nombre nunca fue tal, sino el de su productor, y que no es capaz de cantar a capela prácticamente ni tres compases seguidos, ni de añadir un solo de guitarra a su interpretación, y que es el producto completo de la mente interesada de los creadores del mitos económicos. ¡¡Respeto a los músicos, por Dios!! es lo último que podríamos esperar: que los millones de orejas de los críticos, compañías, públicos, supieran discernir lo que es un artista y lo que no lo es. LO mínimo, que hubiera públicos que supieran que un músico es alguien que compone interpreta, improvisa, recrea.

Y no sería tan indignante si no fuera por que el abuelito Sugarman –mejor haberle puesto Moneyman- no fuera el emblema de cientos de mitos de la música y de el cine y el teatro que son un BLUFF, que no valen nada, que son como el enanito del Mago de Oz, situados detrás de la cortina de humo de la industria mediática, que los proyecta,  insulfla de poder, maquilla, y lanza como auténticos artistas y que desafinan, no componen, no cantan. Si conoces algo del mundo de la música o del artes escénico, te será familiar lo que estoy contando. Hay muchísimos enanitos detrás de la cortina de Oz en el mundo del arte. Son impostores. Desde la cantante que no afina hasta la que necesita el playback, del compositor que compra sus temas, al actor que no sabe actuar o al director de talento inexistente y mundialmente afamado, todos esos grandes buñuelos de viento son posibles en una industria que mueve millones y que crea un producto prefabricado con nada, que roba en la materia prima –el creador en origen- y que vive gracias al aplauso condicionado de millones de borregos sin criterio, que se mueven al son del chunda-chunda, o al que le digan, aunque lleven cincuenta rastas colgando.  Y lo que vemos en Sugarman es que este rollo no ha muerto, sino que renace con fuerza, a la medida del tonto contemporáneo que difunde, adora y cae en manos de sus amos de esta industria, gracias a la cual el personal cada vez está más atontolinado, amodorrado, sin capacidad de juicio, sin visión crítica que le haga distinguir el grano de la paja y lo que es un creador de lo que es una marionet accionada con hilos desde fuera..

Hasta los más críticos con este documental y con esta figura afirman que, al menos, todo este embuste les ha permitido oír unas preciosas canciones. Yo creo que estos críticos están completamente condicionados porque las canciones son muy normalistas, son un producto masivo lanzado con orquesta y mucha resonancia de graves para encandilar al más bobo musicalmente hablando. Es extraño que un compositor deje de escribir durante cuarenta años, si es el genio que aquí se pretende que sea.  Eso sí, el aura de rebeldía, de incomprensión, la historia lacrimógena, tienen un aire nuevo: la industria mediática ha conseguido reciclar el malditismo como reclamo para nuevos  lelos. Y unas cuantas imágenes amañadas, unas mentiras infames, unos apaños de fechas, y unos cortes adecuados en las grabaciones, terminan de convencer a los nuevos borregos, entre los que los jóvenes pican como membrillos tiernos que son.

Jugar con el espíritu artístico para convertirlo en un negocio es lo más infame de toda esta historia. Vender a Sugarman como a un Van Gogh de la música rock es una ofensa a todos los Van Gogh que en todas las artes existen y existieron y existirán, a los que hasta ahora, se había respetado en el olvido. Como dice el propio Sugarman, quizás temiendo lo que le está pasando,  vivir en la pobreza no significa no tener dignidad. Pero él la ha perdido toda, permitiendo que se haga el mercado mediático para tontos que se ha hecho con su figura.

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