cháchara científica

Cada vez me distancio más del oficio de guardián de enigmas en el que se ha convertido el científico social de nuestra época. Cada grupo de expertos en el mundo de la ciencia social comunicativa habla una jerga diferenciadora, tiene sus autores de culto, se mueve como un bailarín en su pista de piruetas admiradas por otros del mismo ritmo, y es comprensible solamente en el interior recóndito de su nicho, como decía Todd Gitlin, el último que llamó la atención sobre este fenómeno.

 

Es una desgracia, que conocer y estudiar implique volverse encriptador y desencriptador de enigmas alfabéticos, o de modos rituales de reconocimiento de los demás. Uno se encuentra que si no habla la lengua de la tribu con la que convive, es considerado un extraño, e incluso un enemigo. No existe la libertad del pensamiento, si no te bautizas con la lectura de tales y tales autores o si no hablas en lenguas cultas que al tiempo que te marcan como prosélito te impiden ser comprendido por la gente vulgar, profana en el conocimiento que sea.

En el fondo, decía Gitlin, hay una serie de complejos temibles en el uso de jergas y metodologías arcanas y oscuras. El modelo llega a ser infantil: uno guarda el secreto para que no se lo roben, quiere cifrarlo para no compartirlo, y quiere ser admirado por ser un mago, no un sabio. Es una idea paupérrima del conocimiento, revestida de romanticismo barato, irreflexivo y pueril. Lo peor de todo es que todos los papanatas y chupatraseros del mundo siguen este modelo tan atrayente, y lo trasladan a los periódicos, y defienden, con gran seriedad, que nuestra ciencia va atrasada porque no es alabada en los altares arcanos de las mayores sectas, y que la calidad en el conocimiento es siempre la marca de los pocos. Al final, hasta es fascista este modelo. Como decía Mozart según Shaffer, parece que cagan mármol estos señores científicos del siglo XXI.

Hay una frialdad en el trato académico entre las distintas disciplinas, escuelas, técnicas, que impide la interdisciplinariedad real. Se chafardea mucho de interdisciplinariedad, pero en realidad nadie se atreve, nadie pasa de su frontera de grupo, de escuela, de departamento, para encontrarse con el conocimiento ajeno y buscar una lengua franca. En caso de hacerlo, es acusado de poco serio, de poco válido –el colmo-, de discutible y dudoso. No se puede abandonar la ciencia madre por la intuición o la analogía, porque te consideran muy rebatible. Y con el miedo a ser expulsado de los altares de las ciencias, va creciendo el traje invisible del rey desnudo: cada vez se hacen más gilipolleces científicas, eso sí, con gran impacto en su propia comunidad.

Cuando una lee a los grandes autores de nuestro campo, a los fundadores y a los innovadores de hoy, se queda asombrada porque ellos sí hablan lenguas francas: lea uno a Piaget, a Watzlawick, a  Barthes, a Bateson, todos ellos hablan un bello lenguaje desnudo de prefijos y sufijos, humilde y capaz de saltar a hablar de filosofía como de literatura, de poesía como de información, sin sentirse profanador de tumbas ni atracador traicionero: ellos supieron y saben que el conocimiento o se explica y es compartido con todos o no es conocimiento. Pero iros a los psicólogos, y tres cuartas partes de lo mismo: todos los grandes autores están más cerca de nosotros, están aquí mismo, en el ahora, aportando conocimientos de la experiencia que es en este instante, y enlazando con el corazón humano. Podemos encontrar incluso elementos comunes, esos que hacen que uno pueda leer a Simone Weil sin ser filósofa, a Eric Berne si ser psiquiatra, a Coomaraswamy sin saber hindú o a Spengler sin saber historia. El conocimiento cuando es nuclear se expresa con simplicidad y sin rodeos, habla la lengua de tu casa. Esa sí que es su marca.

Echo mucha culpa de estos desmanes al imperio de los cánones sociológicos y su lengua de madera, sus metodologías de investigación han enterrado literalmente el buen lenguaje y han invadido las áreas donde el análisis de contenido y la hermenéutica producían lenguajes más limpios. Mucha culpa la tiene el empirismo, pero también es una cuestión de afanes humanos oscuros, de complejos e invasiones, de parapetos de personas inseguras a las que solo consuela la mentalidad grupal: un narcisismo que ha impedido mirara de frente al corazón humano, y dedicarse a mirarse el ombligo dado que a nadie le interesa ya lo que digan estos investigadores.

Mal va la ciencia que entierra el corazón humano, el alma, bajo la llamada propiedad científica. Vamos muy mal cuando no es posible la creación en un sector porque lo que aprendemos es a interpretar formulismos autoriales y estilos de autoridad compartida. Vamos horriblemente mal cuando nuestra ciencia carece de poesía. Y eso que nos ocupamos de la comunicación.

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