OFICIO DE BELLEZA
Quien aspire a ser un artista sabe que está comprometido con una especie de sacerdocio terrible, en el que todo esfuerzo, pasión y renuncia serán necesarios para consumar el oficio dedicado a la perfección, a la belleza. Esta extraña devoción convierte la torpeza en inspiración, y el mucho esfuerzo, en descontrol que termina generando algo hermosamente nuevo. Para quien no sea de esa naturaleza, parecerá todo algo muy extraño. Y sin embargo, a los artistas nos da la vida, una vida completamente diferente a todo, la vocación de crear y someterse al mandato de la forma perfecta y pulida en la que percibimos lo que más amamos en el mundo, y nos ponemos a su servicio para una mediación en la que nos consumiremos.
No hay premio ni regalo que sustituya a la satisfacción que para un artista es dar toda su energía, su tiempo, su trabajo, a una perpetua escucha, a una atención profunda. Todo trabajo es poco. Toda implicación es poca, para esta vocación inapelable de repetir y repetir, recrear y rehacer, los elementos de que consta la armonía. Es inexplicable y fuera de toda lógica. Cuanto más se invierte en ese fuego, más demanda y exige al creador. Es un oficio ajeno al futuro, completamente pasional, en el que el gusto por las cosas más hermosas se mezcla en la sangre con la voluntad de servirlas, y cuando esa voluntad se entrega, con la absoluta renuncia a toda otra actividad, a toda otra cosa. Cómo era uno al comienzo de todo esto, los dones naturales que se tenían, poco importa. El arte te transforma y transfigura a su servicio, y aceptarlo es entrar en una vida en la que nada está definido, ni constituido, todo se va a crear en ese instante.
Cuando el artista puede emplearse así, puede dar su vida entera por ese gusto, por esa pasión que es a la vez sentida fuera y amada dentro, hasta engendrarla de nuevo, no hay nada comparable en experiencia. Ni todo el oro del mundo, ni todas las recompensas, llegarían jamás a rozar de lejos el premio de consumar el oficio de belleza
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