ALBERTO GIACOMETTI O LA ASCENSIÓN DEL ARTE A LA PUREZA


Estos días es posible visitar, en la maravillosa sede de la Fundación Mapfre en el Paseo de Recoletos de Madrid –gratuita, refrigerada y tranquila, lejos de las masas thyssenianas o de los sablazos en el Museo del Prado- una exposición fabulosa sobre el proceso vital y artístico del gran escultor suizo de origen italiano afincado en el Paris de la primera mitad del XX. La expo recoge aspectos realmente interesantes de la vida genial del genial artista polifacético, cuya capacidad de concentración en el arte merece una atención cuidadosa por parte de todos los artistas.
Giacometti fue un artista consagrado, como pocos, entendiendo literalmente esta expresión: quiero decir que pudo consagrarse a su capacidad artística en un proceso larguísimo, de depuración y concentración, que le llevó a formar su estilo y a sublimarlo en un lenguaje único en simbolismo, fusión con la materia inorgánica y con la expresión sobrehumana. Esa estilización, si entendemos lo que significa esa palabra –la depuración absoluta de la forma hasta convertir la forma en naturaleza pura, en creación total, en símbolo y en espíritu, en definitiva- no es corriente en los creadores del siglo XX, pues muy pocos han tenido la libertad y la capacidad para utilizarla en este sentido.
Su capacidad más que humana se desarrolló en la segunda parte de su vida, cuando, como él mismo afirma, sus figuras y esculturas empezaron a adelgazar, a adelgazar, e incluso, al final, a empequeñecer, en un proceso que al mismo tiempo dotaba a estas figuras de la sutileza que solamente puede percibir alguien no humano, alguien por encima de la especie y de la vida misma en la tierra: por eso sus grupos de siluetas han sido copiados hasta la saciedad en las películas de ciencia ficción, para expresar lo extraterrestre: y es que Giacometti se elevó y elevó con sus figuras, hasta la estratosfera, para captar la esencia del movimiento, del cuerpo humano, en su aspecto más metafísico, más primordial.



Todas las influencias en la nutrición vital de Giacometti fueron utilizadas para progresar de manera excepcionalmente consumada: el arte africano y de Oceanía, que vio de joven, fueron absorbidos y asimilados, pero lo increíble es que treinta años más tarde de esa influencia, Giacometti responde con una expresividad de las esculturas que es más aborigen que ese arte primitivo. El arte del último Giacometti es arte rupestre: está al nivel del hombre primitivo, el artista total que expresa al hombre con dos líneas en movimiento. Al mismo tiempo que captamos lo ancestral de la expresión de Giacometti, captamos su absoluta actualidad: lo abstracto aparece como una fusión de todas las convenciones y clichés del arte hasta superarlas y al tiempo, presentarlas todas. Una figura femenina de Giacometti es al mismo tiempo naíf y barroca, ornamentada y desnuda,  detalladamente miniada e inorgánica y primaria, la pura expresión del movimiento y del hieratismo a la vez.. Y ese fastuoso milagro artístico solo se consigue tras décadas y décadas de trabajo con las formas, como el que tuvo en su pequeño taller parisino, donde cada cosa tenía su lugar, las distancias estaban precisadas y la maquinaria creativa estaba de tal manera afinada, que la producción de geniales piezas, unas 5000, era caleidoscópica, fabulosamente precisa.

ES increíble que este autor tuviera el éxito que tuvo haciendo el tipo de complejísima operación que realizó en  su progreso creativo. Eso le permitió que obras de encargo rechazadas tuvieran una continuidad, y poder desarrollar hasta la completa perfección todas las percepciones artísticas, usando libremente tamaños, formas, materia, en un procedimiento de perfeccionamiento que su mujer Anette supo después documentar fidelí
ísimamente en un catálogo fotográfico increíble. Por eso, contemplar una de sus obras es un auténtico regalo original para la memoria perceptiva humana porque nos devuelve la mirada primordial que todos hemos tenido, del movimiento, de la esencia de los seres, de la manera de ocupar este espacio, del modo como se entrega la vida a la existencia: todo ello está recogido y reflejado en una pieza pequeña o grande, que además, viene envuelta en humildad creativa, y parece nada, una cosa sencillísima. Con Giacometti se hace cierto el dicho de que la cultura atesora modos de felicidad humana para ser devueltos a sus legítimos posesores de la especie, pues su manera de recrear las formas de la vida nos trae a la memoria las delicadas estructuras de existir, que todos vemos y rápidamente dejamos de disfrutar por el olvido.

Decía el escultor que cuanto más trabajaba en su taller pequeño más grande se le iba haciendo. En su universo, cada vez se respiraba mejor. Giacometti avanzó años luz en el descubrimiento del misterio del espacio: las armonías de las distancias, de las composiciones, que se aprecian en sus esculturas, en los ángulos de planteamiento, en las articulaciones, los rostros, bustos, miradas, nos hablan de una poética del espacio todavía inaudita hoy, como digo, de ciencia ficción.  Al tiempo, afirmaba y nosotros podemos comprobar ahora, iba decantándose cada vez más densamente un tipo de forma sobre la que trabajaba: la mujer, el hombre que camina, el busto. En la evolución de Giacometti es posible ver algo único en la historia del arte, un proceso de condensación simbólica, en el que el creador va generando el arquetipo y su capacidad creativa acendrándose en él, perdiendo anécdota, limando lo accidental, hasta trascender. No es nada común esto.. 

Giacometti supera las barreras y compartimentaciones que los hombres han creado para separar lo religioso de lo estético, lo humano de lo animal o de lo inorgánico, lo simbólico de lo asemántico. Giacometti funde la figura femenina de inspiración sensual con la simbólica religiosa, con la intelectual, la cultural, la intuitiva. Sus figuras se pueden leer de mil maneras, y la mirada, ante ellas, reza sin quererlo. Esas peanas inmensas, arbóreas, de las que brotan las piernas humanas, que de tan levantadas llegan a ser como bosques de movidas ramas, donde las pequeñas cabezas, a veces tienen una mirada tan perfectamente humana, tan profunda, son auténticamente originales de la existencia en esta tierra. Vienen a estar unidas a los espacios y contenedores como si se hubiera operado mágicamente sobre ellos, y a veces nos recuerdan a las hieráticas esculturas egipcias que en miniatura se incluían en las tumbas de los faraones, para que acompañaran e hicieran viajar al alma del fallecido hacia la otra vida: son tan sagradas como ellas. Un auténtico misterio al que asomarse en esta exposición.

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