LA REVOLUCIÓN PENDIENTE DE LA CONCEPCIÓN NORMAL DEL ARTE
Leyendo un artículo de Madeleine Dore sobre el arte y su relación con la vida laboral, recuerdo que este tema es una clave sin desarrollar en muchos aspectos de nuestra psicología social del siglo XXI. Y por lo menos, hay que dejar lanzadas unas líneas maestras de lo mucho que debería desarrollarse este tema si deseamos alcanzar una sociedad mucho más perfecta que la actual, cuyos graves problemas a menudo radican en la falta de libertad creativa de la gente.
Dore retoma una cuestión en su Blog que trató previamente
de manera magistral el sabio y experto en arte hindo- británico Anandas Kentish
Coomaraswamy,
con su legendaria “concepción normal del arte” que desarrolló a partir de sus
vastos conocimientos en arte, estética oriental y occidental, y sobre todo
tradición artística en todo el planeta. Aunque se haya olvidado en los estudios
de estética contemporánea, es la teoría más potente e insumergible que conozco.
Coomaraswamy defiende la reinserción del arte en su forma normal en la vida
humana, en todos sus sectores, para acabar con la separación degradante del
artista y el no-artista, y sobre todo, para introducir un sistema de vida y de
creación humanas que hagan más felices y realizados a todos. Además, y puestos a
encontrarle ventajas, la concepción normal del arte, que se mantuvo durante
largos siglos en el arte medieval occidental, en el mundo griego socrático, o en
el área tradicional artística de la India, China y otros países asiáticos, será
sin dudas el modo de acabar con los problemas asociados a la deformación del ego
artístico –y por extensión, del ego en general- y de dotar a la civilización de
un riquísimo recurso de desarrollo.

El arte, según el genio hindú de Coomaraswamy, transmite una
sabiduría perenne que tiene que ver no solo con las verdades fundamentales de la
existencia, siempre, sino además, con los modos como podemos armonizar nuestro
anhelo de libertad con el desarrollo humilde y común de la vida humana. Las
civilizaciones más avanzadas en este campo comprendieron que todo cuanto se hace
debe hacerse con arte, es decir, guiado por los principios no racionales, no
económicos, no temporales, no egóicos, no cuantitativos, hibridantes, sintéticos y equilibrados de la expresión artística. En las formas
omniabarcadoras, hibridantes y holísticas de trabajo artístico está resumida la
perfección en el desempeño humano, al alcance de todos. Y estas civilizaciones antiguas marcaron la ruta porque integraron esas formas expresivas en humildes fabricaciones y actividades, de
donde surgieron las artesanías, que siempre fueron –en las culturas milenarias,
arraigadas en profundas verdades inmemoriales- humildes, anónimas pero metafísicas
realizaciones de la verdadera presencia humana.
El arte y su inserción normal en la vida masiva aportaría
inmensos beneficios al progreso de la especie. Porque es el medio liberador más
fuerte y profundo que conoce el ser humano para trascenderlo todo. Mediante la
expresión artística nos liberamos del tiempo, de su constricción permanente,
alcanzando lo que otros autores han llamado el “fluir” de la creación o de la
atención artística, una situación de alineación total con la realidad del
espacio y del momento que permite estar solamente en el presente puro.
El arte nos libera definitivamente del ego. Esto es así porque
los procesos milenarios de comunicación que sostienen la expresión artística no
tienen nada que ver con el ego individual. Son, como Coomaraswamy indica,
anónimos e impersonales, suprapersonales, si queremos decirlo así. Pero su
impersonalidad es profundamente humana, es la huella más perenne que puede dejar
un individuo, disolviéndose en el torrente de la expresión creadora. Nuestra
enferma concepción del artista egóico, del autor o creador, es una de las
aberraciones más profundas, desarrollada en Occidente por una cultura que olvidó
sus orígenes, y que convirtió el ego del artista en un problema grave, que los
propios artistas y la sociedad sufren.
Una concepción normal del artista nos permitiría retomar la
idea impersonal del proceso creativo, liberando a los mediadores de ese proceso
de la esclavitud terrible del culto al ego, que además es la base, como sabemos
desde hace décadas, de un sistema social productivo que divide a la sociedad en
élites artistas y masas incultas, y que estableció en esa división estúpida todo
el desarrollo de la industria cultural y de la industria productiva por
concatenación.
Hoy vemos que las tecnologías nos impulsan otra vez a reconocer
la creación artística como un proceso colaborativo, interpersonal, en el que no
hay un ego original sino mediaciones y traspasos de experiencias. Pero seguimos
creyendo que los artistas son un tipo especial de personas, cuando, como decía
Coomaraswamy, todas las personas son tipos especiales de artistas. Fijémonos en
los actores: muchos de ellos, artistas auténticos, se ven esclavizados por una
industria que prima el ego, que los proyecta al imaginario convirtiéndolos en
sueños o fantasmas al servicio de una industria productiva, e impidiendo que
puedan liberarse mediante su profesión, los estrellan contra el cristal cortante
de su propia proyección inidivual.
Sin embargo, los grandes actores saben que cuando interpretan
el hombre normal, cuando normalizan su capacidad expresiva, cuando traslucen
humanidad, es cuando cumplen absolutamente con su arte. La paradoja de Diderot
explicaba muy bien este fenómeno. Y está muy relacionada con este tema que
describimos. La grandeza del arte teatral está en su servidumbre al arte
normal, pero esto apenas lo conocen los actores de hoy, salvo honrosísimas
excepciones –un caso es el actor norteamericano Ben Kingsley, quien ha hablado
muy en detalle de la flexibilidad anímica humana –y no corporal, como hoy
estúpidamente se simplifica- que un actor debe conservar para cumplir con su función de ser un mediador, un cauce expresivo, de algo que literalmente lo supera.
Si normalizáramos el arte en nuestras vidas, en todos los
aspectos de nuestra actividad, nos beneficiaríamos de enormes avances que
supondrían sin duda un paso evolutivo enorme para la humanidad. Porque son
muchas las capacidades que la inspiración artística, entendida como algo natural
y normal, aportan a la vida normal y natural del individuo. La inspiración y
comunicación artística, desde un comienzo, nos ayuda a superar y canalizar el
ego en una unión de contrarios. Además, el arte ensancha nuestros umbrales de
percepción porque nos permite una atención intensa, más allá de la necesidad de
cambio de estímulo que esclaviza la capacidad humana de captación de lo real.
Cuando atendemos con admiración artística, y cuando creamos,
podemos ampliar y profundizar indefinidamente nuestra energía en torno a un ser,
objeto o motivo, y eso es algo que nos libera de nuestras capacidades
biológicas más marcadas. Esto ocurre porque cuando trabajamos con principios
artísticos, evadimos las leyes que dominan la sensibilidad, nuestra mente y
nuestras facultades, nos permiten jugar con los umbrales que tienen que ver con
límites y con desequilibrios que se generan automáticamente al desarrollar la
acción en torno a algo o al incrementar la extensión de nuestros medios o de
nuestras facultades.
Mediante las ideas de proporción artística y de armonía, que
nunca son absolutas sino que surgen para dominar cada proceso y cada contexto, se
consiguen evitar los fenómenos de hiperestesia y anestesia –pérdida de
sensibilidad por exceso de estímulo o por permanencia del mismo- que se generan
con nuestra acción perceptiva. El juego de proporciones armónicas elude los
puntos ciegos que genera nuestra atención continuada, pero también esquiva los
fenómenos de atrofia que nuestras tecnologías pueden suscitar en nuestra propia
capacidad experiencial y mental. El único modo de conseguir potenciar nuestro
desarrollo sin pagar el precio debido en atrofias y pérdidas por el desequilibrio
sensorial, cognitivo y cultural que siempre implican, es usar la proporción
artística. Lo que Buda llamaba la via media, lo que los griegos llamaban aúrea
proporción, o ese equilibrio de opuestos que tantos filósofos y metafísicos han
buscado desde siempre.
Si nuestro trabajo se desarrollara con inspiración artística, y
buscara la motivación intrínseca que siempre se asocia al trabajo con arte, no
existiría separación entre ocio placentero y tarea penosa como existe hoy en
día.
Una de las más profundas verdades del medio artístico radica en que en él
no hay división entre disfrute y creación, entre recreación y elaboración. No
hay diferencia, por así decir, entre el estado del reposo y el estado de acción.
Ambas cosas se mezclan. Los artistas descansan creando, y crean cuando
descansan. No hay ocio absoluto: el artista no precisa evadirse de una tarea que le
recrea y encanta. Tampoco hay trabajo: el artista se impulsa por el propio
placer que experimenta al crear, y para él desaparece toda dimensión
externa. Las pausas o los descansos son otros procesos recreativos, y se complementan siempre con los que la creación en sí misma contiene.
Este modelo de producción humana puede desarrollarse hoy en
todos los sectores de la producción, haciendo los cambios necesarios. Trabajar
artísticamente exige trabajar en lo que uno tiene vocación, en lo que le realiza
y hace muy bien. Este tipo de actividad se paga por sí misma, por lo que no
demanda acumular dinero a cambio de su desempeño. Si se generalizara, la gente
no tendría tanta ansiedad por compensar sufrimiento que se genera trabajando. El
sufrimiento de un artista siempre se recompensa en el acto.
Una manera de vida artística no necesita seguir rígidos
esquemas diferenciadores entre esfuerzo y placer, entre ocio y trabajo, entre
producción desaforada y consumo ansiolítico. Se desarrolla de modo más compacto,
más indefinido, pero más perfecto desde luego. Y el gran beneficio de la vida
artística radica en que coloca al individuo en el centro mismo de su amor, de su
pasión vital, de su vocación, de modo que no necesita nada más en la vida.
Precisamente por ello, el artista es capaz de darlo todo, de esforzarse sin
límites, sin tiempos ni barreras, cuando es preciso. Esta forma de esfuerzo
definido según la tarea, libre, tiene una energía inmensa.
Pero debemos pensar que hay formas de arte que hoy no consideramos tales. Por ejemplo, se puede vivir intensamente como artista de la ayuda a los demás. O como maestro y profesor, una de las formas de arte más intensas. Son artistas, por supuesto, los realizadores manuales, todos los que hacen cosas con las manos o con su cuerpo pueden fluir en sus tareas. Simone Weil estudió a fondo el poder liberador del alma humana, el poder revolucionario brutal, de este paso, de considerar el arte y la poesía que radica en cada acción humana básica, y concentrarnos en él como al dibujar un mándala.
Comentarios
Publicar un comentario
Respóndeme si quieres