LUJO

     




 Explicaba Saint Exupéry, en sus Cuadernos, cómo el lujo y la ostentación a menudo se expresan mediante la adquisición de obras de arte y de refinadas realizaciones de los creadores humanos. Para Saint Exupéry, esto era la demostración de que aquellas clases sociales con mayor poder adquisitivo intentan mostrar su posición mediante las formas más ricas de actividad y realización humanas, que son las artísticas. Esto significaba, para Saint Ex., que los aristócratas sabían que hay una riqueza superior, una aristocracia superior, que es la que viven y detentan los artistas. Y así es, el lujo de la riqueza se muestra y representa mediante la posesión de la obra artística. También, en tiempos pasados, la riqueza y las muchas posesiones mostraban su lujo en la financiación y el mecenazgo del arte: como si la aristocracia humana reconociera esa otra aristocracia, ese lujo de vida y experiencia, esa inmensa riqueza que detentan y poseen, que controlan y dominan, los creadores.

En este sencillo hecho histórico residen claves muy importantes de cómo es el ser humano y de lo que es realmente un lujo. Pues es verdad que quien rebosa de riquezas suele poseer, coleccionar o amparar las creaciones del arte y a los artistas. Es curioso el afán de coleccionar, de acumular, obras de arte por las clases altas. Hay en ese proceso algo que a Saint Ex. le pareció muy obvio: que la verdadera aristocracia humana era la de los artistas, que son los humanos más ricos de la tierra. Y la explicación se halla en el hecho de que quien es rico solamente puede comprar esas obras, a lo sumo, ayudar a crearlas. Pero no hacerlas. Y entre poseer, y ser, hay un abismo.

Para nuestra sociedad, establecer equivalencias entre las cosas se ha convertido en algo obsesivo. Creemos que podemos hacer equivaler la posesión de algo con la creación de ese algo. Y en realidad, hay un escalón de diferencia en cuanto al verdadero nivel humano. El artista, por decirlo así, es una complacencia de la divinidad: alquien que, cuando crea, experimenta el lujo infinito: la sonrisa de la creación, en su propio proceso vital. Esa completa capacidad creadora que irradia un placer inmenso, el de sacar de la nada realizaciones y armonías nuevas, irradia más allá de sí misma, y eso es la riqueza: aquello que puede sobreabundar, que se sale de sí mismo, que desborda en belleza. 

Adquirir obras de arte, creaciones como ésas que decimos, es vincularse con ese proceso creador, pero no es lo mismo. Claro que es posible ligarse al arte por vías no artísticas, y de esta manera verse irradiado de su inmensa riqueza inmaterial. No obstante, el rico poseedor de arte es ya un sucedáneo del rico artista, es otro proceso distinto.

Y un tercer nivel es quien simplemente aparenta o quiere dar la impresión de que posee o ampara el verdadero lujo creador, por ejemplo, aquellos que especulan o trafican con la belleza o el arte, y obtienen de ellos beneficios. Gran parte del actual mercado del arte, que especula con su valor de mercado, están en este tercer nivel inferior a los otros dos: son aquellos que se sitúan en la equivalencia entre poseer y tener poder sobre el valor de posesión, que todavía es algo más menor aún. Y así vamos bajando hasta llegar a quienes simplemente disfrutan del aroma lejano del proceso creador, quienes lo descomponen, lo convierten en un consumo, o hacen turismo ocasional, hacia su aura lejana.

Nuestra civilización cree que es lo mismo el valor y el poder, cuando en realidad, son dos hemisferios completamente lejanos entre sí. Por ejemplo, hay personas que no valen nada profesionalmente, pero se obsesionan con conseguir poder en su sector, porque de esta manera, creen poder sustituir la falta de aprecio de los demás con el poder de decisión sobre ellos. Quienes se afanan en  escalar en reconocimientos y en capacidad de sumisión ritual entre los demás, creen poder hacer equivaler lo que reciben de esa manera con lo que les daría un proceso de auto-reconocimiento fundado en hacer bien las cosas ante sí mismos o en experimentar ese inmenso placer de ver fluir la creación de entre las yemas de sus propios dedos. El vacío de no generar  esa inmensa diseminación, creen poder sustituirlo con la impresión de consagración que les produce el reconocimiento en un contexto, en un escalafón, o de una cantidad de dinero en su poder. Esas equivalencias, sin embargo, no son reales.

Esta es mi impresión profunda, la de que en realidad esas equivalencias son quimeras. Ni el posesor de la obra de arte llegará nunca a sentir el lujo de crear, ni el poseedor de poder o reconocimiento mediante un ritual o una equivalencia acordada arbitrariamente podrá satisfacer su íntima inseguridad y frustración, por no ser realmente nada. Los verdaderos lujos son mucho más difíciles de conseguir y están alojados en el secreto interior de la vida misma, y todos sabemos que son inimitables y únicos, joyas que cada día nos ofrece, fastuosos despliegues de la simple existencia, a menudo vinculados a cosas tan mínimas como una ráfaga de aire fresco o el dorado brillo de una brizna de hierba. A veces sentimos, ese fugaz resplandor, de lo que es realmente codiciado, de lo único, que se nos escapa del alcance, en un cielo, en una idea, en una nota musical.

Nosotros, en realidad, no podemos hacer que nada sea igual a eso. El lujo, por su esencia, se basta a sí mismo, no puede engarzarse, aplaudirse, ni comprarse, ni forzarse mediante ninguna astucia. Esa disolución de placer y energía, que arrasa todas las barreras, es algo verdaderamente propio, que no se puede poner en venta, ni se puede comprar para revestirse uno con ella. Tampoco es posible violar su naturaleza mediante groseras fuerzas, que al final, resultan vacías y ridículas, porque no podemos fingir que tenemos más de lo que tenemos,  como no podemos aumentar ni un centímetro nuestra estatura.

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