NADA SERÁ COMO ANTES

Aunque en estos momentos, al final de una primera fase en nuestro país, de una oleada epidémica global, la Humanidad se apreste, en sus individuos más imprudentes, a continuar todo igual que estaba, y haya impulsos muy intensos y poderosos por vover al mismo sistema hasta ahora vigente en nuestra economía y gestión de la vida social, todos intuímos, o al menos nos preguntamos, si se ha producido ya un gran cambio y si nada será como antes. Yo así lo creo, y voy a explicar por qué.

Nada va a ser como antes, porque sospecho que lo que ha llegado es un momento axial en el que la Naturaleza ha dicho "¡Basta!" y ha comenzado una serie de cambios estructurales. La aparición del virus, con sus causas inmediatas, tiene también una causa de fondo que todos conocemos y está unida al estilo de vida, a la forma de consumo y producción, a la concepción del planeta, que la especie humana ha desarrollado en el último siglo, y que fundamentalmente están agotados. Los síntomas del agotamiento son grietas que están resquebrajando la realidad social tal y como la conocemos hasta comienzos del siglo XXI. Pero sobre todo, nada va a ser como antes porque ese proceso es irreversible, y aún cuando las fuerzas más reaccionarias crean que alimentando la caldera de la producción y el consumo acelerado podemos seguir tirando unos años más, saben que hay un freno en esta pandemia, en el miedo que ha generado, en el cambio de mentalidad y de hábitos que ha suscitado, que difícilmente pasará, y no solamente porque no hay una vacuna eficaz que frene las consecuencias de continuar con el mismo estilo de hipersocialidad consumista, explotadora del entorno y de todas las formas de riqueza ambiental, que se manifiestan en oleadas de contagios masivos que sin lugar a dudas, ante el negacionismo en las actitudes y en las políticas gubernamentales, llegarán a todas partes en los próximos meses.

Estamos en una situación completamente imprudente. Se ha decidido salvar la economía y el sistema tal y como es, y dejar de mirar los contagios como algo que frena todo eso, considerándolos un precio a pagar más, por continuar con la misma vida. Esta actitud descabellada es la que han adoptado los gobiernos de todo el mundo, una vez que comprueban que la pandemia paraliza y congela, para enorme beneficio de la naturaleza y del planeta, la actividad humana más nociva. Todavía no hay apenas líderes perceptivos en el mundo que se hayan dado cuenta de que una cosa va unida a la otra, y que lo que está ocurriendo está interrelacionado. Alentando a la gente a salir a la calle, fomentando el consumo, los viajes, las fiestas, se pretende alejar el fantasma de la peste del siglo XXI, pero esa actitud nos recuerda a la sociedad medieval que hacía sus ordalías y rezos pensando que así alejaba al negro fantasma de la epidemia, inútilmente.

La sociedad no sabe cómo llevar el virus, y actúa desoyendo a los médicos y epidemiólogos que aconsejan no continuar con el modo de vida anterior. Y aunque no consigan ningún efecto, no hemos de temer, intuyo, que la población se lance suicida a llevar la misma vida anterior a la pandemia, en estos meses y años. El miedo y la incertidumbre han llegado para quedarse. Nada será igual, con ellos escondidos en la recámara mental de esta sociedad hedonista e inconsciente.

En cuanto el virus genere segundas oleadas en los países, el miedo se hará más intenso. Ahora mismo, como si se tratara de una ganadería bovina, los gobiernos fustigan a las poblaciones para que salgan a pastar y a generar su producto, la circulanción de la economía mediante el consumo. Y cuanto más los jalean, más nos parece claro que el sistema depende de esa ganadería intensiva de los sentimientos y las sensaciones de inmensas masas de humanos sin conciencia, que son alimentados, y conducidos a los establos del consumo y la producción para inmenso beneficio de una pequeñísima élite. Pero cuando el ganado tiene miedo, actúa torpemente, deja de comer, deja de moverse por los caminos que le tienen dicho. Se pone nervioso, o se retrae. Y esto es lo que ahora está sucediendo.

Conozco muchísimas personas que están sencillamente observando cuanto ocurre, desde sus casas. Sin seguir el imperativo que ahora se da, de volver a salir, como si nada hubiera ocurrido. Personas que se preguntan qué ha cambiado, y como ven que la pandemia sigue ahí, saben que lo que ha cambiado es la doctrina, pero no la situación. 

Muchos otros han tomado una dirección muy clara en sus vidas y no regresarán a la vida anterior, han dejado de fumar, se han hecho vegetarianos, no han vuelto a conducir, y se han acostumbrado a no acudir a comprar sistemáticamente, están ahorrando, están haciendo su comida en casa, están observando la naturaleza y disfrutando del deporte. Muchos están aprovechando para pensar, para entender el sentido de sus vidas. Y muchos están mirando con distancia a esas autoridades, instituciones, administración, que han demostrado ser inútiles y que sobran, cuando no resultan francamente sospechosas de estar al servicio de la explotación ganadera humana del sistema actual.

Aquellos que salen a cantar y a bailar, deseando olvidar lo mal que lo han pasado en casa, obligados a no hacer nada, sin el tiempo estructurado ni sus rutinas sociales habituales, aquellos que niegan la situación en el inconsciente barullo humano, estos son los más infantiles, aquellos que irán aprendiendo, a base de palos, la nueva circunstancia. Pero la cadena global de la pandemia amenaza a todos mediante cada uno, y ésa es una llave maestra que sin lugar a dudas responde a una nueva situación. Ante un exterminio global, la Tierra ha generado un contraataque global también.

Algunos líderes, una minoría, algunos comentaristas o algunos científicos y ecólogos se han dado cuenta de la relación existente entre la pandemia del coronavirus y la necesidad de aprovechar su presencia para innovar socialmente: buscar una sociedad del cuidado, en la que no pueda darse el abandono de los mayores ante la lacra del Covid, que nos mina nuestro valor moral como sociedad y como estructura humana; procurar una sociedad del bajo consumo y el ahorro, como nos ha enseñado el confinamiento, para no esquilmar recursos, para poder repartir entre todos lo que producimos; buscar una economía sostenida, no esquizoide en crecimiento perpetuo, no sometida a la ganancia de las bolsas de inversores ni azuzada por la avaricia de una minoría; conseguir que la diversidad natural, la capacidad de dar ciento por uno, de la naturaleza, se convierta en nuestra aliada, en nuestra clave de vida, buscar convertir la ciudad en un espacio verde donde puedan volar las mariposas, sí, y crecer las amapolas, como lo hemos visto en estos días. 

Nada será como antes. El virus, sospecho, es un nuevo inquilino de la humanidad: lo alimenta nuestro estilo de sociedad, y en cuanto resurja la masiva contaminación humana en los núcleos de consumo y productivos en los que nuestra especie se ha encenagado, este nuevo inquilino, como las cucarachas, se hará más fuerte. Por supuesto que le pondremos freno, que lo arrinconaremos, pero como los piojos en la escuela, estaremos siempre a su albur, y ese es el mayor cambio. Tener el miedo, la incertidumbre, al fondo de este estúpido sistema social, lo mina desde dentro. Cuando uno tiene miedo, empieza a pensar.

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